Ética y política

La ética debería ser la guía de toda actividad política. Pero parece que a veces lo político obvia los principios básicos de la convivencia ciudadana.

Es posible que todavía haya sombras que piensen que la sociedad funciona acelerada por fuerzas internas y casuales porque el vivir en la jungla debe tener cierto atractivo. En nuestro contexto, sin embargo, se entiende que las ciudades funcionan porque existen leyes que afectan a toda la ciudadanía.

Después de siglos todavía es necesario insistir en ello, lo que concede prestigio a los elegantemente misántropos Schopenhauer o Borges: pero han perdido la batalla frente a filósofos como Bauman o Rorty, para quienes no hay sociedad sin códigos comunitarios. Lo que no quiere decir, ni mucho menos, que tales códigos sean eternizables. Bauman reiteró hasta la saciedad la idea de una sociedad líquida, es decir, variable de acuerdo con las vivencias de la ciudadanía, y el pragmatista Rorty no se cansó de recordar que el perfil moral del ciudadano estimable estaría marcado por la convicción de que podía estar errado. A este conjunto de códigos sociales les solemos denominar Ética, entendiendo en nuestro fuero interno que orienta la actuación de los políticos. Por esto resulta indignante observar ahora la primacía de lo político sobre lo ético.

¿Cómo es posible orientar lo político obviando los principios básicos de la convivencia ciudadana? ¿A costa de qué? ¿Con qué derecho arrojar a la papelera la convivencia, el respeto, los derechos vigentes? ¿Para hacer triunfar a la política? Que nadie crea que se respira muy bien en la selva.

J. L. Rodríguez García es catedrático de Filosofía (Unizar)

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