Feminismo maldito

Alcanzada la igualdad legal entre la mujer y el hombre hace unas pocas décadas, se ha ido generando un cierto conformismo complaciente con el machismo. Parece que ya no cupiera quejarse, ahora que las leyes no discriminan negativamente a la mujer. Tal y como sostiene Javier Marías, hoy cada cual valdría por lo que hace, al margen de su sexo. Sin embargo, la juventud se relaciona con reverdecidos criterios patriarcales, los salarios medios de las mujeres siguen siendo inferiores, la publicidad dirigida a la infancia no ha dejado de ser sexista, por lo que apenas hay niñas que quieran ser ingenieras, y muchas mujeres están sometidas al yugo sexual machuno.

Además de enfrentarse a la complacencia, el feminismo actual está siendo acusado también de reaccionario, algo que resulta más chocante cuando la acusación, que alude a un inadmisible ‘derecho a molestar’, procede de mujeres socialmente bien situadas que afirman actuar en nombre de la libertad sexual y de la condición femenina. Y lo más grave de estas invectivas antifeministas es su gélida desconsideración hacia las víctimas de la violencia machista. Por otro lado, para denunciar la cacería oportunista que están sufriendo Woody Allen y otros, no hace ninguna falta menoscabar la causa feminista.

En todo caso, el feminismo moderno, desde sus orígenes decimonónicos, siempre ha sido considerado elitista e inoportuno por el conservadurismo patriarcal, que es el mismo que se opuso sin éxito al sufragio femenino en España cuando fue establecido por primera vez en 1931, capaz de sostener que las mujeres, persuadidas por sus confesores, votarían contra el régimen republicano. En ese lado de la histórica foto salen líderes como Manuel Azaña e Indalecio Prieto, pero también las parlamentarias Victoria Kent y Margarita Nelken. Eran otros tiempos, sí, pero el testimonio republicano y genuinamente democrático de Clara Campoamor en esas sesiones parlamentarias, en contra de su partido, puso y pone a cada cual en su sitio.