Por
  • José Javier Rueda

El ascensor social ha frenado

El sociólogo germano Oliver Nachtwey explica en ‘La sociedad del descenso’ cómo el mundo occidental ha pasado en las últimas décadas de una situación de ascenso e integración social a otra de descenso y precariedad. Incluso en Alemania hay más desigualdad.

Después de la II Guerra Mundial se fortalecieron las clases medias a través del Estado del bienestar y la movilidad social. Los proletarios pasaron de forma masiva a ser ciudadanos. Esta tendencia se quebró en los años ochenta al mismo tiempo que sucumbía la URSS y ya no se alcanzaban las fabulosas cotas de crecimiento de la época anterior. El ultraliberalismo perdió el miedo y desregularizó las finanzas. Los de arriba acumularon renta; los de abajo, deuda (Thomas Piketty). La consecuencia ha sido el empobrecimiento de las clases medias. De este modo, el ascensor empieza a cambiar de dirección. Las sociedades se vuelven más igualitarias en unos ámbitos, pero menos en otros, como el económico. Por ejemplo, la mujer se incorpora a la vida laboral fuera del hogar, pero sufre precariedad salarial. La reacción ha sido con frecuencia pisar el acelerador para incrementar el autoempleo, el pluriempleo o la disposición a rendir más dentro de las empresas, confundiendo vida personal y trabajo.

En España, con las peculiaridades del ciclo político de la dictadura, también hemos vivido la época de la escalera social ascendente y, ahora, descendente. Cunde la sensación de que los hijos de la generación que actualmente es más activa (los nacidos en los años sesenta y setenta) vivirán peor que sus padres. Desde que comenzó la crisis de 2008, el ascensor ha dejado de funcionar sobre todo para buena parte de los jóvenes: a los bajos sueldos (un problema reconocido por casi todos, desde el Gobierno a la CEOE) se une que se han esfumado viejas seguridades, como el empleo estable, unas pensiones dignas, el valor de las viviendas, la utilidad de las cualificaciones profesionales para las que tanto estudian…

Las pérdidas salariales en España fueron la vía de devaluación interna para salvar la crisis económica. Unas caídas de ingresos que afectaron sobre todo a los menores de 35-40 años. ¿Las causas? Varias: el alto número de trabajadores a tiempo parcial e inactivos; el exceso de oferta de mano de obra poco cualificada; la globalización, con la competencia internacional por los costes; el cambio tecnológico, y las externalizaciones.

Intermón-Oxfam ha presentado esta semana el informe ‘Premiar el trabajo, no la riqueza’, en el que se demuestra con cifras que la desigualdad de oportunidades se está convirtiendo en estructural, no solo en la crisis, sino también en la recuperación. Por eso, España es el tercer país más desigual de la UE, solo por detrás de Rumanía y Bulgaria.

El capitalismo lleva en sus genes la semilla de su propia transformación. Y no solo por la profecía de Carlos Marx de que acabaría en monopolios y sucumbiría, sino porque la digitalización acelera nuevas formas de producción y consumo (Deliveroo, Glovo, Airbnb, Amazon, Uber, eBay…). En el siglo XXI, la economía digital aumenta la productividad, pero ya no está asociada a más empleos ni a mejores sueldos. Todo lo contrario. El nuevo mercado laboral ofrece menos puestos de trabajo y está creando asalariados pobres, con un sueldo que apenas les permite llegar a fin de mes.

Eric Hobsbawm, en su ‘Historia del siglo XX’, destaca la ironía de que el resultado más perdurable de la Revolución bolchevique, cuyo objetivo era acabar con el capitalismo a escala planetaria, fuera el de haber salvado a su enemigo acérrimo, al proporcionarle el incentivo (el miedo) para reformarse desde dentro. Entonces, del mismo modo que la amenaza del comunismo forzó la reforma del capitalismo en el siglo XX, ¿será la digitalización/robótica la que obligue en el siglo XXI a otra reforma del capitalismo para que el ascensor social vuelva a marchar hacia arriba?