Cabe decir que España es una paradoja. Una paradoja que crece en torno a la cultura. Por una parte, este país ha adquirido desde 1975 un notable protagonismo internacional como potencia media gracias a su ‘poder blando’, el que hace referencia a las ideas, la cultura, la tolerancia y un atractivo modo de vida. 

Detrás de esta proyección global están una admirada transición democrática, la pertenencia a la UE, las obras de Goya, la Expo de Sevilla, los Juegos de Barcelona, el cine de Almodóvar y Saura, la imagen de empresas como Zara o Telefónica, nuestro sistema de salud, las playas, el Prado, el AVE, la Expo de Zaragoza, deportistas como Nadal o Gasol, las operaciones de paz del Ejército, las becas Erasmus… Además, cuenta con un activo extraordinario: ya somos casi 500 millones de hablantes nativos del español en todo el mundo.

El otro extremo de la paradoja es el manoseo oportunista al que la actual clase política somete a esa cultura. Considerarla un elemento subalterno tiene sus consecuencias en una sociedad que se erosiona poco a poco al primar el espectáculo frente a la inteligencia, los instintos frente a la razón, el morbo frente al rigor, el asamblearismo digital frente a la libertad individual, la consigna frente al conocimiento, el fetichismo de la tribu frente a la idea cívica de proyecto común, la ocurrencia frente a la investigación, la drogodependencia emocional frente al pensamiento crítico…

A los partidos no les pesa el martillo cuando se trata de golpear las artes. Sobran pruebas de última hora. La primera, que Pedro Sánchez ha cedido el Ministerio de Cultura a Sumar, arrebatándole Deporte (que pasa al negociado de la portavoz Pilar Alegría), porque lo considera ‘menor’ y no un ‘ministerio de Estado’. La segunda es una advertencia de esta misma semana de la Real Academia Española sobre la deriva educativa del Gobierno, sobre todo en lengua y literatura: "Se sustituye el razonamiento por la libre expresión de las emociones". La tercera prueba es que Vox ha aprovechado la negociación presupuestaria en el Ayuntamiento de Huesca para acabar con el festival Periferias, a pesar de que se había convertido en un sugerente atractivo para la capital altoaragonesa.

El partido ultraderechista anda desnortado ante su continua caída en las encuestas y el abandono de sus filas por parte de prominentes figuras, desde Macarena Olona a Iván Espinosa de los Monteros. Por eso echa mano de las viejas políticas de odio con declaraciones de matonismo trasnochado ("Habrá un momento en que el pueblo querrá colgar de los pies a Pedro Sánchez", ha dicho Santiago Abascal), la sobreactuación en el Parlamento o la cancelación de Periferias.

El escenario que anhela Vox es el de la polarización y las ‘guerras culturales’, el mismo del que han surgido personajes como Trump, Boris Johnson, Meloni, Bolsonaro, Duterte, Pablo Iglesias, Orbán, Puigdemont… De hecho, el partido ultra español forma parte de esa marea negra de intolerancia, autoritarismo y xenofobia que se extiende por distintos rincones del planeta. Siempre atacan ferozmente los saberes liberales porque saben que constituyen el líquido amniótico en el que crecen las ideas de democracia, libertad, justicia, igualdad, pensamiento crítico, tolerancia y solidaridad.

Vox amartilla la pistola cada vez que oye la expresión ‘cultura liberal’, pero, además, quiere imponer su modelo, a caballo de la doctrina y la censura. Para ello no duda en abrazar a Gramsci y su ‘hegemonía cultural’: el dominio en lo cultural puede allanar el camino hacia el dominio en lo político.

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