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  • Javier Tajadura Tejada

¿Reinterpretar la Constitución?

Ejemplar de la Constitución Española de 1978 guardado en el Congreso de los Diputados.
Ejemplar de la Constitución Española de 1978 guardado en el Congreso de los Diputados.
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La Constitución cumple 45 años en un contexto de polarización política y división social sin precedentes. Los pactos entre el PSOE y los separatistas incluyen concesiones que ponen en cuestión el orden constitucional: desde la amnistía hasta el ‘lawfare’, pasando por los "verificadores internacionales", la equiparación de Cataluña a las comunidades forales o la pretensión de configurar el Estado en clave plurinacional. 

La gravedad de todo ello ha provocado no solo el rechazo de la oposición, sino también una masiva movilización social.

Lo primero que hay que subrayar es que ni España se ha convertido en una dictadura ni se ha producido golpe de Estado alguno. El Gobierno se ha conformado respetando los procedimientos constitucionales. La aprobación de la ley de amnistía no supondrá un golpe de Estado, sino la deslegitimación de la respuesta tan legítima como obligada que los poderes públicos dieron a la insurrección catalana. La amnistía, desde un punto de vista político e histórico, implica una deslegitimación del Estado constitucional actual, de la misma forma que la histórica amnistía de 1977 supuso la condena del régimen franquista. Ahora bien, no implica por sí misma la sustitución del actual régimen por otro.

Hay que distinguir entre adecuar la lectura de la norma fundamental a los avances sociales y quebrantar principios y decisiones básicos de su articulado

Sin embargo, ese riesgo de sustitución sí está implícito en otros contenidos de los pactos de investidura. Nos enfrentamos al peligro de que, sin seguir el procedimiento legítimo de reforma constitucional, a través de leyes orgánicas, el Estado constitucional alumbrado en 1978 sea reemplazado por una estructura política plurinacional y confederal.

Al amparo de la Constitución de 1978 se ha realizado una descentralización política sin precedentes. Pero esa amplísima autonomía política tiene como límite la unidad nacional; esto es, la unidad de la soberanía que reside en el pueblo español. Autonomía no es soberanía. Esto implica tres cosas: que la Constitución establece un Estado nacional en el que la única nación política soberana es España; que no cabe el derecho de secesión; y que las comunidades autónomas, con la única excepción foral en materia fiscal, tienen una posición constitucional similar y deben relacionarse multilateralmente en pie de igualdad. Cabe añadir que, tras cuatro décadas de expansión de las competencias autonómicas, no es posible avanzar más en la descentralización sin poner en riesgo la unidad política y económica del Estado.

Los acuerdos de investidura recogen elementos que son incompatibles con este marco. En primer lugar, sería inconstitucional excluir a Cataluña del régimen común de financiación y concederle un régimen fiscal singular. En segundo lugar, no cabe celebrar en Cataluña ningún tipo de referéndum, ni siquiera consultivo, sobre cuestiones que, por afectar a todos los españoles, requieran una reforma constitucional. En tercer lugar, no se puede, mediante reformas estatutarias que reconozcan la condición de naciones de determinadas comunidades autónomas, reemplazar el Estado nacional por otro plurinacional. Sería inconstitucional reconocer naciones distintas a España y que, además, se relacionen con ella bilateralmente en pie de igualdad.

Esto último es algo que está ya implícito en la aceptación de unos "verificadores internacionales" que supervisan el cumplimiento de los acuerdos. La comprensión ‘plurinacional’ de España, en sentido político, supondría reemplazar el Estado autonómico por una confederación de Estados.

Sería inconstitucional reconocer en España naciones distintas a España

Los defensores de las tres propuestas anteriores sostienen que es posible llevarlas a cabo mediante una "reinterpretación de la Constitución". Apelando al tópico de que la Norma Fundamental, como las demás normas jurídicas, debe interpretarse teniendo en cuenta las circunstancias políticas y sociales del momento, pretenden sustituir el marco constitucional actual por otro sin necesidad de reformar la Constitución. Esta operación supondría una mutación de la Constitución –modificación de su contenido sin alterar su literalidad– que, por afectar a sus fundamentos –unidad nacional–, debe considerarse manifiestamente inconstitucional e ilegítima. Una cosa es interpretar la Constitución en función de los avances sociales –como el significado y alcance de los derechos fundamentales– y otra es quebrantar principios y decisiones básicos de la misma.

En definitiva, la gran mutación que algunos propugnan no es otra cosa que la destrucción del orden constitucional actual y su sustitución por otro mediante unas mayorías absolutas coyunturales sin las garantías democráticas de la reforma constitucional, que requiere su aprobación por dos tercios de las Cortes.

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