Por
  • Fernando Sanmartín

Querido arquitecto

José Manuel Pérez Latorre.
José Manuel Pérez Latorre.
Guillermo Mestre

José Manuel Pérez Latorre ha muerto. Es noticia de periódico porque mi ciudad pierde a un gran arquitecto. Yo me quedo triste, sin un conversador que me ha enriquecido en los últimos años; alguien que se emborrachaba a veces, como diría Gide, con su propia lucidez; alguien para el que las ideas eran un pescado vivo, ajeno a sensiblerías o a lo tibio. Fue un tipo elegante, algo dandi, coqueto, buen lector, que tuvo enemigos y coleccionó aprecios, pero que ha dejado sus mejores autógrafos, eso es la arquitectura, en muchos lugares. Varios de sus proyectos no fueron, usando la letra del villancico, una noche de paz. Eso, ahora, qué más da. Porque estoy convencido de que ese montacargas que es el paso del tiempo lo va a tratar bien. Algunos lo llaman posteridad. Fue un hombre que quiso a la vida y embestía contra lo mediocre. Le gustaba pintar y le daba igual hacerlo con anorak o en pijama. Recuerdo en el palacio de la Aljafería su última exposición, ‘El mar de nuestros muertos’, llena de afirmaciones y compromiso. Recuerdo que una noche me lo confesó: «Amo profundamente Zaragoza». Su proyecto fin de carrera fue, precisamente, un rascacielos apoyado en el Ebro. En julio me habló del arquitecto sueco Erik Gunnar Asplund. En agosto visité una escuela que Asplund había hecho y le envié, con un wasap, una foto del edificio. Estaba en una clínica, lo iban a operar y me lo dijo sin perder la chispa, la ironía y su naturalidad descamisada. Quedamos para vernos cuando saliera de allí, en septiembre. No ha sido posible. Pero va a permanecer siempre en la ciudad. Y también en mí.

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