Hacia el abismo

Hacia el abismo
Hacia el abismo
A. Donello

Desde hace unos cuantos años sabemos que si un conductor bebe, no debe conducir. Conocemos los efectos que tiene el alcohol al volante. Ha costado muchos muertos, mucho dolor y muchos disgustos. Se han multiplicado las campañas de concienciación social, de formación e información. Pero, aun así, se sigue bebiendo y conduciendo.

Y se siguen produciendo accidentes de tráfico donde el alcohol está presente. Por eso, porque siempre habrá quién va a beber más de la cuenta y querrá conducir, se ha tipificado el delito de conducción bajo los efectos del alcohol dentro del Código Penal. Se persigue y se castiga para protegernos como sociedad y como individuos. Esto, me decía un amigo jurista, es lo esencial de la dimensión punitiva del derecho.

Siguiendo ese argumento, el derecho, en general, y el derecho penal, en particular, son una manera de identificar dónde están los límites del sistema social y los instrumentos jurídicos con los que actuar frente a quienes los vulneran. Todo ello permite identificar el ideal de justicia de esa sociedad. Se construyen, se legislan unos ‘bienes jurídicos’ y se protegen con los mecanismos coercitivos adecuados a cada tiempo y contexto. En las democracias occidentales se protege la vida, las libertades, las propiedades, los derechos de las minorías y un largo listado de aspectos donde se traza el campo de juego, pero también los escenarios que se quieren evitar y potenciar. Y ahí jugamos.

Sabemos que no es posible una democracia sin un Estado de derecho donde la ley
se cumpla 

Nos jugamos el día a día en una partida donde antes de echar las cartas nos conviene saber cómo son las reglas. Y así, cuando las cartas están repartidas, la ley protege, salvo cuando se pervierte y se convierte en arbitrariedad. Idealmente, debería funcionar como sistema lógico organizado para mantener los usos y las costumbres en los límites de lo legislado. Cuando esa lógica se retuerce al servicio de los intereses particulares o, simplemente, se aplica en función de cómo sopla el viento, el sistema pierde legitimidad y fracasa la propia sociedad.

Hoy sabemos que no es posible una democracia sin un Estado de derecho donde la ley se cumpla. Eso significa que si no se garantiza la ‘seguridad jurídica’ no funciona, es decir, que las reglas se han de aplicar según están previstas y quién se las salta se enfrenta a la sanción correspondiente. También es obvio que las leyes no están escritas en piedra. Son siempre susceptibles de ser sometidas a cambios que contribuyan a mejorar el sistema, respondiendo a los retos sociales de cada época. Los delitos y las penas se transforman con el paso del tiempo. Por ejemplo, los vagos y maleantes de la reforma penal de la Segunda República, aprobada en 1933, se mantuvieron con Franco, para perseguir a quienes las autoridades consideraban como antisociales. Se crearon Juzgados Especiales de Vagos y Maleantes que no fueron suprimidos hasta 1970 con la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, vigente hasta 1995 cuando se derogó.

En un Estado democrático de derecho las leyes reflejan la calidad de la sociedad. Muestran los límites, pero también las oportunidades y aspiraciones. Y sobre todo permiten a los débiles defenderse de la ‘libertad’ de los poderosos, como proponía Lacordaire (1802-1861). Nuestra democracia liberal es una manera de controlar las formas de poder y a quienes quieren imponer su propia manera de jugar la partida. En esto, como con el beber y el conducir, tenemos infinidad de ejemplos donde comprobarlo. Basta con mirar hoy los desmanes de Ortega y su esposa en Nicaragua, de Maduro y su clan en Venezuela, o Putin en Rusia, por señalar tres casos actuales.

Eso significa que las reglas se han de aplicar según están previstas
y quien se las salta se enfrenta a la sanción correspondiente

El control del poder y, en especial, del abuso de poder es otro elemento clave. Mutatis mutandis, como sucede con el alcohol y el coche, siempre hay quien quiere mandar a toda costa y cuando alcanza el gobierno quiere gobernar la sociedad a su gusto y manera. La división de poderes, como es requetesabido, es un mecanismo para evitar esa perversión. Pero siempre hay quienes desean todo lo contrario, desean matar a Montesquieu, como ha sucedido en España y, si nos descuidamos, retorcer el sistema. Saltando las reglas. Lo estamos viendo. Saben a qué me refiero. Si no se enmienda, el escenario al que nos lleva Sánchez es el abismo, nada plausible, pero más posible de lo que parece. Ojalá no repitamos los errores de nuestros bisabuelos. Nos toca despertar.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Chaime Marcuello)

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