Por
  • Octavio Gómez Milián

Oppenheimer

Un momento de la película 'Oppenheimer'
Un momento de la película 'Oppenheimer'
Heraldo.es

No puedo ir al cine, pero leo, leo ‘Trinity’, la historia gráfica del Proyecto Manhattan de Jonathan Fetter-Vorm editada por Big Sur. En las primeras páginas repaso mis clases de Física y Química de BUP. El modelo de Bohr, el átomo de Rutherford o los neutrones de Chadwick. El blanco y negro de Robert Oppenheimer camino de Los Álamos, fumando, siempre fumando. Todo era muerte. No había futuro. Es curioso que nos hemos encontrado un verano de Barbie y de Oppenheimer. El verano en el que ha vuelto a surgir, fúngico y mohoso, el antiamericanismo de salón. Fascina lo cíclico de las pancartas. Como si hubiera sido mejor que Josef Stalin hubiera sido el primero que tuviera el dedo sobre el botón, como si todos hubiéramos sido más felices en la ucronía de ‘El hombre en el castillo’ de Philip K. Dick, con el Emperador del Japón, Dios en la Tierra, extrapolando una sociedad medieval a todo Occidente, a todo el mundo. Intentar interpretar la historia en términos presentes es un error habitual, más bien un uso torticero y premeditado. Es eso o la estupidez. Podríamos devolver el fuego a los dioses, podríamos quemar carbón para producir vapor y ducharnos con agua fría todas las mañanas. No niego los grises del vuelo del Enola Gay. El mismo Oppenheimer vivió denunciando que el titán que le obligaron a desatar de la profundidad del universo podría acabar con la humanidad. Pero, por favor, no olvidemos que la sangre que empapa las manos de los contendientes en una guerra mundial no se mide de manera cuantitativa. Y sí, claro, prefiero que los norteamericanos ganaran la guerra.

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