No llueve, pero el barro (electoral) ya te salpica. De hecho, te está cayendo encima una auténtica tormenta de soflamas, programas y promesas… muchas promesas y también algunas decisiones del consejo de ministros. Son casi como un diluvio, pero ninguna te moja. 

Tú eres un asalariado con un sueldo medio, de mediana edad, sin hijos ni minusvalías valorables. Te ha costado dios y ayuda comprarte un pisito, del que aún te quedan veinte años de hipoteca. Sin embargo, las ayudas del Gobierno para la adquisición de vivienda no te afectan. Tampoco has sido agraciado, obviamente, con la subida de las pensiones para los jubilados, ni con el Interrail para los jóvenes, ni con el bono cultural, ni con las subvenciones por la sequía, ni con la promoción de la natalidad, ni siquiera con la reforma de la sedición… Eso sí, siempre te queda la expectativa de qué puede llegar a prometer Pedro Sánchez cuando esté en juego su propia reelección.

Ante este frenesí dadivoso, tú no sabes ya si vives en la España preelectoral o si, como Alicia, habitas en el país de las maravillas. Lo que tienes claro es que en esta lotería de mercadillo persa a ti no te va a tocar ni la pedrea.

Vuelven las elecciones y su parafernalia. Es la demostración de que, por debajo del caos, permanecen las liturgias esenciales. Puede estallar una pandemia, una guerra o un obús; nada es seguro, excepto que cada cuatro años, como mucho, los candidatos de turno te prometen hasta la luna. Debe ser que creen que tu problema en la vida es llegar a la luna en vez de llegar a fin de mes.

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