Por
  • Carmen Puyó

Médicos de cabecera

Médico
Médicos de cabecera
Pixabay

Cuando era cría y tenía cualquier síntoma de enfermedad, catarro, gripe, falta de calcio o esos ganglios que a veces nos salían en la garganta, mi madre siempre nos llevaba a don Ángel, que era nuestro médico de cabecera. 

No recuerdo que hubiera entonces centros de salud. Para mí, don Ángel era eso, un ángel que me recetaba pastillas que me iban a hacer mucho bien y que, de vez en cuando, se convertía en una especie de diablo que me recetaba inyecciones. Para mí, aquel médico nuestro de cabecera era como un santón con el que me sentía segura, protegida de todo mal.

Han pasado los años, y veo que la medicina de familia es la que menos interesa de todas las especialidades. Lástima, porque no solo es necesaria y un pilar de nuestra sanidad pública, es importantísima. He tenido la suerte de tener médicos de familia estupendos en mi centro de salud, de esa clase de médicos que se acercan a ti, intuyen tus necesidades y te tratan con un respeto que, en muchas ocasiones, no se corresponde con el trato que les dan ni algunos pacientes ni nuestro sistema sanitario.

Bendita sanidad pública y benditos los médicos de familia. Los hemos visto pelear y aguantar y sufrir durante la pandemia, los hemos visto con su larga experiencia y sus muchos conocimientos tragar lo que no esta escrito, y con ganas de quejarse y morderse la lengua antes de dar una mala contestación a alguien. Y ahí han seguido aguantando, porque les gusta ser buenos médicos. Hay que cuidarlos, mimarlos, pagarles bien y procurarles las mejores condiciones de trabajo, en la ciudad y, sobre todo, en pueblos que, aunque perdidos, están llenos de vida y personas.

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