Por
  • José Badal Nicolás

Calor terrestre

En el origen de los terremotos está el calor del interior de la Tierra.
En el origen de los terremotos está el calor del interior de la Tierra.
Alex Antropov 86

Dos fuertes y devastadores temblores de tierra han sacudido recientemente el sureste de Turquía y el norte de Siria en un lapso de tiempo de nueve horas: uno de magnitud 7,8 con epicentro a 600 kilómetros al sureste de Ankara, sobre el segmento sur de la gran falla transcurrente de Anatolia Oriental (de 700 km de longitud) que separa la placa de Anatolia de la de Arabia; otro de magnitud 7,5 con epicentro a unos 100 kilómetros al norte de Alepo (Siria), sobre una falla lateral. 

La zona es una de las de mayor actividad sísmica del mundo, aunque había permanecido relativamente tranquila en las últimas décadas. Ambos se han registrado como terremotos superficiales de profundidades focales 17,9 km y 10 km, respectivamente, y de intensidad sísmica IX en la escala de Mercalli. Los daños causados en el este de Anatolia y el área limítrofe de Siria han sido catastróficos. Miles de edificaciones han colapsado y muchas infraestructuras y líneas de vida han resultado totalmente destruidas. Cuando escribo este artículo, el número de víctimas humanas sobrepasa las 39.000 y el de personas heridas las 85.000 (y estas cifras podrían duplicarse pasadas unas semanas).

La explicación que se ha dado hace referencia a la interacción de la placa tectónica de Anatolia, presionada al este por la placa Arábiga, al norte por la placa Euroasiática y al sur por la placa Africana. Cuando la presión ejercida supera el límite de fricción sobreviene la ruptura de la corteza terrestre y el desplazamiento súbito de un bloque de material litosférico respecto a otro, lo cual comporta la liberación de una enorme cantidad de energía en forma de ondas sísmicas de distinta naturaleza, que agitan el terreno y causan los mayores destrozos apreciables a simple vista. En el caso del terremoto de mayor tamaño se han visto deslizamientos horizontales de 3 y 4 metros en la superficie. Esto exige una aportación descomunal de energía, superior a varios millones de toneladas de TNT, más de mil bombas atómicas como la de Hiroshima. Algo impactante además de sobrecogedor.

La causa de los grandes terremotos está en el movimiento relativo de las placas tectónicas de la Tierra, que conforman un gigantesco mosaico de grandes losas de litosfera que se desplazan sobre la astenosfera, que es una capa subyacente (de unos 100 kilómetros de espesor en muchos sitios) de naturaleza plástica, dúctil, donde la velocidad sísmica decrece apreciablemente, y que permite el deslizamiento de bloques terrestres. Por lo general, esta explicación se detiene aquí; pero cualquier persona perspicaz enseguida se hace la pregunta de cuál es el motor que empuja o arrastra las placas. La razón última del movimiento de las placas no puede ser baladí, sobre todo por la ingente cantidad de energía que acompaña a los fuertes y grandes seísmos.

La respuesta está en los movimientos de convección que tienen lugar en el manto terrestre, capaces de impulsar las placas tectónicas. Estos movimientos, que implican la traslación de materia, se producen a su vez por la transferencia del calor que se genera en el interior de nuestro planeta. Y he aquí la clave: el calor terrestre, verdadera máquina para la transformación de la energía y causa de la configuración cambiante de continentes y océanos y de la deriva e interacción de unas losas litosféricas con otras. Claro que esto nos lleva a formular otras preguntas: ¿se genera suficiente calor en el interior de la Tierra como para dar lugar a corrientes convectivas en el manto e incluso en el núcleo externo del planeta? ¿Cuáles son las fuentes de calor?

Lo cierto es que hay varias, pero la mayoría de ellas pueden descartarse como fuentes significativas generadoras de calor. Partiendo de la formación de la Tierra por agregación, ni el calor producido por el impacto de los materiales que colisionan con la masa primigenia en crecimiento, ni el originado por la compresión de sus elementos constituyentes, resulta suficiente para dar cuenta del enorme flujo de calor por conducción medido a través de la superficie terrestre (~102 mW/m2, en total 1013 W). Por otro lado, la pérdida paulatina de energía de rotación del planeta es muy pequeña en comparación con el flujo térmico observado y es muy discutible la disipación de energía en forma de calor a cuenta de este mecanismo.

En cambio, el calor producido durante la formación del núcleo terrestre a partir de la concentración de hierro y níquel de elevada densidad pudo ocasionar una gran cantidad de energía gravitacional y contribuir por disipación al calor terrestre. Sin embargo, hay que aclarar que la transmisión del calor por conducción no puede ser el principal mecanismo de transferencia de calor en el planeta, por razón de la elevada inercia térmica de la Tierra en su conjunto, pues el calor originado en su centro tardaría unos 200.000 millones de años en alcanzar la superficie.

La principal fuente de calor la encontramos en la desintegración de los isótopos radioactivos de vida media comparable a la edad de la Tierra (~4500 millones de años): uranio 238 y 235, torio 232 y potasio 40, cuya concentración media en diversos tipos de roca es abundante y conocida. Estos cuatro isótopos pueden dar cuenta de todo el calor que fluye a través de la superficie terrestre. Dicho esto, hay que considerar varios factores de incertidumbre, entre ellos los modos de transmisión del calor, las propiedades térmicas y la distribución de las posible fuentes térmicas en el interior de nuestro planeta. Aun admitiendo la vinculación de las corrientes de convección en el manto con el flujo térmico estimado, la tesis de que la mayor parte del flujo proviene de elementos radioactivos (modelo condrítico) no exime de considerar otros modelos térmicos sobre la base de una combinación de varios procesos de transmisión del calor (radiación, conducción y convección) e incluso de distintas distribuciones de los manantiales de calor, a la hora de explicar (al menos en parte) la distribución de la temperatura en el interior de la Tierra.

José Badal Nicolás es catedrático de Física de la Tierra y profesor emérito de la Universidad de Zaragoza

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