Por
  • Carmen Puyó

Carlos Saura, pasión por el arte, amor por la vida

Carlos Saura, en el Festival de Cine de Huesca, en el año 2007.
Carlos Saura, en el Festival de Cine de Huesca, en el año 2007.
Rafael Gobantes | Rafael g

Cuando me fui a estudiar a Madrid, cada día, al volver de la Complutense, pasaba por María de Molina, la calle en la que entonces vivían Carlos Saura y su pareja, la actriz Geraldine Chaplin, toda una institución ella misma como hija del gran Charles Chaplin y nieta del dramaturgo y premio Nobel de Literatura Eugene O’Neill.

 A ella solía verla al volver de la universidad, al mediodía, cuando sacaba a su perrito a pasear. Un día dejé de verla. Los periódicos y revistas no tardaron en contar que Saura había dejado a Geraldine, con la que tenía un hijo -ya tenía otros dos de su primera esposa- y que había iniciado una nueva relación con la niñera de Shane, el niño que había tenido con la Chaplin. Tuvo otros tres hijos con esta tercera mujer y, al finalizar esta relación, inició otra con la actriz Eulalia Ramón, que le dio una hija y con la que ha pasado los últimos años de su vida.

Esto no es exactamente crónica rosa, lo han contado los medios de comunicación desde hace décadas y solo es un retrato más de un hombre enamoradizo, que admiraba y adoraba a las mujeres y que llegó a tener con ellas siete hijos. Otra prueba más de que todo en la vida del artista global que acabó siendo Carlos Saura era pasión en estado puro. Pasión por la vida, por los placeres de esta y, evidentemente, pasión por el arte en todas sus facetas.

He estado repasando algunas de las entrevistas que le hice al director al que había descubierto con ‘La caza’ y al que luego admiré en tantas otras películas brillantes. En esas entrevistas, Saura era como un libro que se abre ante la periodista y en cuyas páginas hay cabida para todas las expresiones artísticas. También para aquello que amaba, lo que le preocupaba, o le interesaba. Parecía analizarlo todo, pero desde la perspectiva del que ha vivido mucho y está de vuelta de bastantes cosas, aunque no las suficientes como para no tener el ánimo dispuesto a seguir alimentando su sabiduría. En sus entrevistas, en sus encuentros y en sus charlas, Saura tenía en la boca lo que Huesca había supuesto para él y los sentimientos que le despertaba, y tenía también en su pensamiento a aragoneses como Baltasar Gracián o Luis Buñuel. Y el cine, siempre el cine, aunque no sólo. Cuando en 1994 fue investido doctor ‘honoris causa’ por la Universidad de Zaragoza, precisamente once años después de que a título póstumo lo fuera Buñuel, el discurso de Saura se tituló ‘La imagen pervertida’. «Pienso -dijo- que el cine es un producto compartido en partes iguales por la ciencia, los aventureros, los comerciantes y los artistas. Qué mezcla más extraordinaria».

Cinco años más tarde, en 1999, hizo otro de sus habituales viajes a Zaragoza, donde presentó ‘Goya en Burdeos’. Recordó, entonces, que la figura y la idea de Goya le habían perseguido, añadiendo que, desde su primera visita al Prado, las pinturas violentas de Goya se le habían quedado pegadas, quizás, apuntó, le resultaban muy cercanas por influencia de la Guerra Civil.

Socarrón a su manera, aseguraba que en Inglaterra gustaban mucho sus películas por el humor aragonés que estas contenían. Y, sobre la película ‘Buñuel y la mesa del rey Salomón’, cuyo guion escribió con Agustín Sánchez Vidal, me llegó a decir que era una aventura, «como una película de Spielberg con Buñuel de protagonista». Cuando en 2001 acudió al Festival de San Sebastián a presentarla dijo con rotundidad: «Lo que no he hecho es una película sobre San Luis Buñuel». Y así nos dejó a los periodistas, con un titular para nuestra crónica.

Carlos Saura podía mezclar géneros, clases, frases y expresiones artísticas. Podía hacer cualquier cosa porque a su talento añadía tal pasión que arrasaba, porque nada le detenía. Y así durante sus 91 años de vida y pasión.

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