Por
  • Isaac Tena Piazuelo

Contrainteligencia artificial

Contrainteligencia artificial
Contrainteligencia artificial
Heraldo

Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad. Disponemos de recursos tecnológicos verdaderamente imponentes que se ofrecen como bienes asequibles aunque sean por el momento para una clientela selecta y con poder adquisitivo. 

En ocasiones tales inventos los patrocinan personajes mediáticos (quizás Elon Musk) o empresas que cuentan con millones de fieles seguidores de sus creaciones (Apple o Google). Añádase cómo nos atrae el misterio de lo desconocido (‘omne ignotum pro magnifico est’) y el éxito está asegurado: hay mercado.

Quién no ha dejado ir la imaginación tras neologismos como ‘inteligencia artificial’ (AI, en abreviatura), ‘metaverso’, ‘sistemas bioinspirados’, ‘creatividad computacional’, ‘aprendizaje profundo’, ‘comunicación M2M’… Es más que curiosidad, algunas de esas inteligencias aplicadas en el ámbito de la medicina permiten –por ejemplo– detectar tumores que escapan al ojo humano, llegando a prometer que pueden pronosticar su aparición cinco o seis años antes. Qué interesante preaviso. En el mundo del Derecho, las ‘legaltech’ hace tiempo que han sacudido los cimientos del modo de trabajar: programas de jurisprudencia predictiva o justicia informática forman parte de una nueva ingeniería del conocimiento que compite con la lógica del jurista de carne y hueso. Existen empresas que ya se publicitan con el argumento de por qué pagar a un abogado para reclamar una multa de tráfico u otra sanción administrativa, o resolver contratos de suministro, cuando, con la ayuda de su plataforma de inteligencia artificial, puede hacerlo usted mismo a cambio de unos pocos dólares.

Avances admirables se encontrarán en todas las esferas de actividad humana. Sus aplicaciones menudas las tenemos en casa o en el bolsillo y las llamamos Siri, Alexa o Lamda (¡Ok, Google!). Una vez más, en toda revolución, lo nuevo se abrirá camino sacrificando algo de lo que poseemos.

No tengo nada en contra de la inteligencia artificial. Sin embargo, conforme más nos acercamos a lo que significa, es justo que aparezcan recelos. Tratan de asegurarse límites de contención, o incluso se inventan programas de inteligencia específicamente diseñados para identificar a otras máquinas que pretendan suplantar las creaciones genuinamente humanas. El fuego se combate con el fuego. Creo que en ese sentido podría hablarse de ‘contrainteligencia artificial’. No tiene que ver con desenlaces apocalípticos, como en el cine, en que las máquinas se rebelan contra el ser humano y dominan el mundo, ni con otras tecnoutopías. Sino con algo más cercano y posiblemente más egoísta: la sensación de estar en desventaja, de jugar con peores cartas que los que tengan acceso a recursos de generación superior (siempre habrá un último modelo), aunque ni siquiera sepamos quiénes y cuándo los utilizan.

A medida que se populariza el uso de la inteligencia artificial se hace necesario recurrir también a aplicaciones que desenmascaren a quienes la utilizan fraudulentamente

Ya hay usuarios de programas de computación inteligente que están redactando informes o dictámenes profesionales, reclamaciones de diverso objeto, o una tesis doctoral, un trabajo de fin de grado, o que resuelven el caso práctico planteado en clase con un alarde de erudición prestada. A lo mejor ni siquiera soy yo quien escribe estas líneas. Dicen que todo eso es pan comido para productos como el famoso Chat GPT, Donotpay, Open AI, etc. Justamente la misión de los sistemas (tipo Chat Zero) que se anuncian en los medios especializados es delatar su utilización, superando ampliamente a las rudimentarias aplicaciones antiplagio de que disponíamos hasta ahora.

Parece el juego del gato y el ratón. No es esperanzador pensar que habremos de competir en habilidades tecnológicas con los nativos digitales a los que tenemos la misión de enseñar en la universidad. O pobres jueces, por ejemplo, cuando hayan de competir con la abrumadora capacidad de los artefactos para componer fundamentos legales y citar la jurisprudencia aplicable al asunto en cuestión. ¿Podrán valerse, ellos también, de los mismos u otros ingenios digitales? Y si fuera así, ¿por qué no ir al grano y que las inteligencias artificiales impartan justicia directamente? Imagínense: accedemos a una plataforma con nuestro certificado digital, relatamos el agravio del que creemos haber sido víctimas, y dos clics después tenemos una resolución imparcial lista para ser ejecutada.

Da un poco de vértigo, no conocemos los límites de las nuevas inteligencias. Durante mucho tiempo se pensó que las ‘máquinas’ siempre acaban delatándose, carecen de autoconciencia, que no podrían superar pruebas como el conocido como test de Turing. Esto empieza a cuestionarse. Tal vez la última frontera sea que no pueden gozar de ese chispazo exclusivamente humano: son seres sin alma y sin sentido del humor.

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