Rara es la ley con repercusión mediática, por mínima que sea, que no termine siendo recurrida ante el Tribunal Constitucional. Los medios cubren la presentación del recurso, los recurrentes se rasgan las vestiduras y los ciudadanos nos quedamos con la copla de que vivimos al borde del colapso de nuestra democracia. 

Sin embargo, la mayoría –la gran mayoría– de estos recursos terminan por desestimarse, pues toda ley aprobada en el Parlamento goza de presunción de constitucionalidad, y han de ser concretos, y sólidos, los argumentos que deben esgrimirse para atacar y vencer dicha presunción.

El simple rechazo político de una iniciativa legislativa no comporta, evidentemente, su inconstitucionalidad. En muchas ocasiones, sin embargo, parece que los recurrentes olvidan que el disenso político es posible –y hasta deseable– en el marco de la Constitución; que ésta delimita el terreno de juego y que en su seno pueden adoptarse diferentes políticas, en ocasiones antagonistas, sin que ninguna de ellas rebase los límites fijados por el constituyente.

Quien intenta zanjar cualquier debate político en términos de constitucionalidad, hace un flaco favor a la Constitución, pues, al patrimonializarla, socava su función integradora y termina por devaluarla. Todas las Constituciones de partido han fracasado estrepitosamente y, justamente por este motivo, la manifestación que se celebró el pasado fin de semana en Madrid, bajo el lema "por la Constitución", fue todo lo contrario a lo que pretendía.