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  • Sergio Baches Opi

‘Sapienza’ y democracia

Joseph Ratzinger, tras ser elegido papa en abril de 2005.
Joseph Ratzinger, tras ser elegido papa en abril de 2005.
Arturo Mari / Osservatore Romano / Reuters

En 17 de enero de 2008, el recientemente fallecido Benedicto XVI tenía previsto intervenir en la inauguración del curso académico en la Universidad de La Sapienza, en Roma. Dos días antes, el Vaticano suspendió la visita por la amenaza de boicot de un conjunto de profesores, en un claro ejemplo de sectarismo intelectual impropio de una universidad, pero no sorprendente en un contexto en el que numerosas universidades o grupos de docentes, tanto en Europa como en el otro lado del Atlántico, apoyan una determinada ideología, encarnada ahora en el movimiento ‘woke’.

El discurso fue sin embargo publicado y en él Ratzinger vuelca su sabiduría teológica para, en un breve texto, hilvanar unas reflexiones sobre la misión de la universidad, la legitimación de la Constitución en una sociedad y el papel de la fe cristiana en el debate público. Con independencia de las creencias de cada cual, sus palabras no dejan indiferente y resuenan con especial fuerza en el contexto español actual, cuando observamos las estrategias de determinados políticos, y, más específicamente, la ausencia de neutralidad de muchas universidades públicas en debates extracurriculares que afectan a nuestra sociedad.

La democracia debe apoyarse en un proceso de argumentación sensible a la verdad

Recordaba el Papa que la misión fundamental de la universidad no es meramente transmitir unos conocimientos técnicos (en esto coincide con Ortega y Gasset) sino la de ser guardiana de la sensibilidad por la verdad, porque la verdad significa algo más que el mero ‘saber’; el conocimiento de la verdad tiene como finalidad el conocimiento del Bien, que lleva a su vez al conocimiento de la Bondad, y esto se concreta en el Cristianismo en la búsqueda de Dios.

Pero el Obispo de Roma no elude la cuestión fundamental: ¿Qué es la verdad y cómo se consigue? Recuerda entonces, siguiendo a Habermas, que la legitimidad de la Constitución de un país derivaría de dos fuentes: la participación igualitaria de todos los ciudadanos y la forma razonable en que se resuelven las divergencias políticas. Esa forma, advierte, no puede ser sólo una lucha por las mayorías aritméticas, sino que debe caracterizarse como un "proceso de argumentación sensible a la verdad". El problema es que los responsables de ese proceso de debate que debe conducirnos a una verdad ‘razonable’ son principalmente los partidos políticos que, como advierte Ratzinger, defienden a menudo intereses particulares y no el interés del conjunto.

Para Ratzinger la fe cristiana no es simplemente un asunto privado. Por ello, no debe ser ajena a ese debate por la búsqueda de la verdad. El mensaje cristiano debería ser siempre un estímulo hacia la verdad, y, así, una fuerza contra la presión del poder y de los intereses. Curiosamente, con este mensaje de resistencia, el Papa emérito se retrotraía a los orígenes del Cristianismo, acercándose a Erasmo o a Servet.

En definitiva, lo que nos decía el Papa es que la democracia no es meramente "lo que quiere el pueblo", como afirman los analfabetos políticos. Al menos desde Kant, y con la retrospectiva del siglo XX, no cabe duda de que esa postura puede conducir a un utilitarismo capaz de negar la dignidad de la persona o incluso la vigencia de las leyes naturales. El Papa también observaba, pensando en la cultura europea, que, cuando una sociedad, preocupada por su laicidad, se aleja de las raíces que la nutren, entonces ya no se hace más razonable, sino que se descompone y se fragmenta.

La falta de rasmia por la verdad es precisamente lo que se percibe en la sociedad
española y en el comportamiento de sus políticos

La falta de rasmia por la verdad es precisamente lo que se percibe con virulencia en la sociedad española. El respeto a la legalidad como presupuesto de la democracia y, con ello, a la independencia de los jueces en todos los niveles, que son los garantes de nuestros derechos y libertades, son valores verdaderos que no pueden ser objeto de negociación política, salvo para reforzar dicho respeto. Del mismo modo, las normas no deben dictarse a medida de intereses particulares, mucho menos cuando benefician a delincuentes sexuales, malversadores de caudales públicos, terroristas o sediciosos que han atentado contra un fundamento que incluso preexiste a nuestra Constitución, o para permitir a nuestras universidades públicas apoyar, en detrimento de los derechos de terceros, una determinada postura política. También deberían ser cuestionadas por la ciudadanía las leyes que reprimen a los que pacíficamente defienden la vida como bien supremo o simplemente tienen una ‘memoria’ de la historia española no compartida por el gobierno de turno.

Y si todo esto sucede y se consolida, estamos ante un síntoma evidente de que esa sociedad complaciente, abanderada por sus dirigentes, ha abandonado en su búsqueda de la razón pública la sensibilidad por la verdad, lo que aboca irremediablemente a una sociedad distópica.

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