El yayo de Instagram

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El yayo de Instagram
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Pero por qué carajo estoy viendo esto? Me hago esa pregunta unas tres veces por semana, cuando me doy cuenta de que llevo una hora viendo vídeos que Instagram selecciona para mí. Caídas, bromas de cámara oculta, un cerdo disfrazado comiéndose una patata frita… la anestésica modernidad es regresar a los programas de humor de los años 90 porque, supongo, todo está inventado. 

Es en ese ejercicio postural tendente a la muerte cerebral en el que he observado, al menos, una tendencia al fin de la intimidad que empieza a rozar el esperpento. Ya no se puede leer ‘1984’ de Orwell con temor si se conocen Instagram o Tik Tok, donde todos parecemos convencidos de que tenemos que contar nuestra vida y transmitirla casi en directo. En ese vicio puede caer uno, con sus problemas, horteradas y aficiones, al punto de generar una vergüenza que, al ser ajena, apenas importa en estos tiempos donde la autoestima nos barre porque su exceso ha vencido a la duda o a la ignorancia. Yo mismo he sucumbido en las últimas semanas a subir ‘stories’, que ni sabía. Y admito cierto morbo culpable cuando personas que creía desaparecidas del planeta cotillean lo que subo; lo que me autoriza a que yo les cotillee también (cada uno tiene su código ético), y a que rumie en mi voz interior críticas, juicios y prejuicios porque ‘semos’ así.

La versión de esta deriva que me preocupa no es por tanto que mis debilidades contribuyan al circo mundial de las pantallas, sino que la normalización de este exhibicionismo me arrebate mi derecho a la intimidad. Y digo esto porque en las últimas semanas he observado cierta tendencia de los familiares a grabar a ancianos terminales, seniles, ingresados… con el triste objetivo de viralizarse. La obscenidad de las escenas llega a tal punto, que he visto a nietos grabarse llorando, con una musiquita de fondo adecuada para el momento, mientras el yayo está apagándose en una cama de hospital. Abuelos, abuelas, enfermos, débiles arrebatados de su derecho a la privacidad por un entorno víctima y verdugo por responder a la curiosidad y al morbo. Una ‘moda’ que autoridades, sociedad, residencias, hospitales y empresas de redes sociales deberíamos perseguir para atarnos con dignidad al derecho a recogernos y a no ser producto para los sentimientos en venta de los usureros.

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