Ilusión docente

Una clase de la Universidad de Zaragoza.
Ilusión docente
Heraldo

La crítica del sistema educativo español, un género nacido en el ilustrado siglo XVIII, está conociendo en los últimos años una renovada versión. En esencia, esta tiene su origen en la típica confidencia quejosa entre docentes, que, ampliada y formalizada, salta de su espacio natural, los pasillos o los cafés, a los medios de comunicación y a las redes sociales.

Los autores de dicho género, cercano a la diatriba o el panfleto, suelen ser varones talludos, en quienes se da una actitud acre, que no es revanchista ni resentida, sino, más bien, de disgusto y de desahogo, pues los pronunciamientos son emitidos desde exitosas atalayas académicas. Quienes quieren promocionarse no se permiten tales licencias.

Por mi parte, aún no he dado el salto del chascarrillo de café al ensayo, en primer lugar, porque no olvido los grupos masificados, el no menos masivo absentismo, las empolladas de última hora y las clases dictadas, que caracterizaron mi época estudiantil, la misma que ahora se considera ejemplar. Además, me falta perspectiva para poder generalizar y, cuando intento ser riguroso en lo que conozco, no hallo índices con los que comparar sociedades muy diferentes.

En todo caso, confieso que, sobre todo, me falta valor. Para hacer una buena enmienda a la totalidad, tendría que reconocer mi responsabilidad, por partida doble. Primero, porque soy docente. Y segundo, porque es mi generación la que ha educado a la que ahora se juzga. Así que, en vez de inmolarme públicamente, prefiero seguir desahogándome en privado y tratar de mantener la ilusión que me hizo profesor.

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