En Cerler

La belleza de las montañas en torno a Cerler.
La belleza de las montañas en torno a Cerler.
Ángel Sahún / HERALDO

Pensé en mi amiga Elena al saber que un premio de la lotería de Navidad había tocado en el Chiñella de Cerler. 

Fue en ese bar, precisamente, donde hace años nos conocimos ella y yo por medio de un amigo común llamado Antón. Miré con lupa la foto de prensa donde solo reconocí al antiguo dueño del bar. Al día siguiente Elena me contestó que no le había tocado, lo cual ya suponía yo y, no obstante, me había animado a fantasear con la idea de su repentina prosperidad. La suerte, a veces, pasa rozando y deja como un olor a fósforo que te hace cosquillas en la nariz. La alegría de proximidad se desborda y es bastante contagiosa, igual que la desdicha. La actual situación de Cerler, dependiente del Ayuntamiento de Benasque, es algo que me duele, algo en lo que intento no pensar cuando paseo por sus aceras nunca asfaltadas camino de la estación de esquí. Siempre he sido feliz en Cerler, desde que subí por primera vez a mis siete años y mis padres llevaban unos jerséis de lana idénticos con motivos navideños que habíamos comprado en el Barrabés de Benasque. He heredado el amor incondicional de mi padre hacia Cerler y por eso, creo, nunca puedo asumir las injustas carencias ni las evidentes señales de maltrato que parecen maquilladas por la absoluta belleza de la montaña. Fue allí, ya adolescente, donde vi las Perseidas por primera vez una noche de San Lorenzo, que es su fiesta mayor. Me gusta pensar que una noche oscura de invierno, después de una providencial nevada, la gente brinda en el bar y las estrellas brillan como nunca, locas de alegría.

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