Para saber si el jefe es un camelo

Para saber si el jefe es un camelo
Para saber si el jefe es un camelo
Pixabay

El miércoles, 2, hizo doscientos años de que se declarase en Zaragoza el estado de guerra. Es de imaginar qué posibilidades de arbitrariedad daba tal declaración a los jefes de entonces. Si un mero estado de alarma sirve a los actuales para cerrar el Parlamento y clausurar ciudades, puede el lector suponer hasta dónde se llegaba en 1822 en las coerciones.

El ambiente era exasperado en la capital de Aragón. Estuvieron en ella El Empecinado, Espoz y Mina y otros jefes famosos, para hacer valer la Constitución de 1812, restaurada en 1820. Corría la sangre, había partidas armadas y acciones de guerra de cierta envergadura (por ejemplo, en Jaca). Un grupo de liberales, que acabaron ejecutados, mató al capellán del Portillo. Los absolutistas se movían por el Guadalope y el Jalón. La autoridad dispuso la creación de un somatén regular, germen de la Milicia Nacional, tropa cívica regular y emperifollada, cuyo llamativo y alto tocado, prolongado en una pluma roja, resultaría peligroso haber lucido cuando la tortilla dio la vuelta en 1823: "A ese se le vio el plumero".

Violencia hubo sobre personas y sobre cosas: los vaivenes de lo que ahora llaman ‘memoria histórica’ o ‘memoria democrática’ no son cosa reciente. Poco duraron las inscripciones que, puestas en julio de 1822, ensalzaban la Constitución, en la plaza de su nombre, que es la actual de España. El ambiente, proclive al tumulto, aconsejó suspender la magna procesión del Rosario General (antecedente del de Cristal). Hubo exequias por los militares muertos en combate, que enlutaron el ambiente cívico. La tensión era cotidiana y, de grado o por fuerza, estaba por doquier.

Pero, así y todo, la vida no paró. El Hospital de Convalecientes se mudó junto a la Puerta del Carmen, por ser mejor acomodo. Y en las corridas de toros celebradas para el Pilar, cuya recaudación alimentaba al gran hospicio zaragozano, hubo tarde en que murieron corneados ¡dieciséis! caballos. Los toros eran de casta navarra (Guendulain) y la matanza fue el día 14. Los jamelgos actuaban sin peto protector, que no fue obligatorio hasta el reglamento que impuso Primo de Rivera en 1928. (Si alguien quiere saber cómo era aquello y compadecerse, vaya estos días a la Lonja, a ver una escena de esa clase pintada por Ignacio Zuloaga en un gran y terrible lienzo, del todo desazonador). Tómese, pues, buena nota: aun con malos jefes, hay que ir tirando como se pueda.

 

En la milicia se aprende enseguida, y con motivo, a distinguir entre el mando, el rango, el poder y la autoridad, conceptos muy diferentes

Cuando falla el jefe

No había entonces nada similar al Tribunal Constitucional (TC). La autoridad, en cierto modo, se movía a golpe de necesidad y la legalidad se convertía a menudo en condición secundaria o inefectiva. ‘Actúa según te convenga y ya se verá’, podría ser su lema. Igual que sucede ahora: tres veces el TC ha censurado las disposiciones del Gobierno por actuar fuera de norma no en uno, sino en dos estados de alarma y despojar al Legislativo de unas funciones que, en caso de una pandemia, más bien debieran reforzarse. En un libro perspicaz sobre ‘El arte de mandar bien’ (F. J. Gan, Plataforma Empresa), resume el autor, experimentado en la práctica de mandos dificultosos, las características que diferencian a quienes mandan, ya sean líderes, jefes o lo que Gan denomina ‘mandos tóxicos’. Quien busque el camino del liderazgo hará bien en estudiar esas características y practicarlas. Pero también servirán a quienes no aspiren a tanto: si conocen esas reglas o atributos, las gentes de a pie sabrán con nitidez si su jefe vale la pena o más bien es un maula, un impostor o un incapaz, más atento a sí propio que a cumplir con su deber genuino. Sirve igual a mujeres que a hombres y a fluctuantes.

Podrá comprobarse si, por encima de su nivel o rango, hay un jefe que exige disciplina pero él solo la finge; que parasita el saber ajeno; no reconoce nunca un error propio; da ejemplo nada más que cuando se siente observado; se compromete con la situación si esta le hace prever un provecho personal; es comunicativo, pero solo cuando el palique le da ocasión de brillar más que el resto; solo retribuye a sus acólitos o secuaces; y, si muestra empatía, es para conseguir algún propósito individual. Si es así, hay que anotar la situación y no mortificarse más de lo debido por estar en malas manos. No es fácil estar y sentirse bien mandado (y no siempre es por culpa del jefe).

Esos rasgos, aquí simplificados, tienen valor general: en el aula, el trabajo, el convento, la tienda, el hospital o la milicia. Los militares aprenden pronto a distinguir entre mando, rango, poder y autoridad. Se juegan mucho.

La calidad de quien ejerce la jefatura es un factor decisivo. Principalmente, cuando el de enfrente (la competencia, el rival, el enemigo) está bien mandado. Es un modo seguro de ser vencido.

Aplique el lector esta receta de Gan: quien manda debe proponer objetivos; pero han de ser concretos y definidos, decisivos, alcanzables y medibles. Fíjese bien en eso. Si no, el jefe es un camelo.    

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