Por
  • Octavio Gómez Milián

Maestros ausentes

Museo escuela rural.
Maestros ausentes
Antonio García/Bykofoto

Mi hijo tose y yo sé que la noche será larga. 

Mi hijo tose y mi mujer lo incorpora para intentar que duerma. En cuanto acabe esta columna acudiré para hacerle el relevo. Va a ser una velada larga. Mañana, cuando suene el despertador a las siete de la mañana nos va a costar levantarnos de la cama. En el tuétano de los huesos de mi hijo está recogida toda la esperanza de mi vida, de nuestra vida. La primera columna que escribí en el HERALDO, en 2010, creo, se llamaba ‘Aquellos maestros’ y, en ella, celebraba la jubilación de dos personas, mi tío Octavio y el poeta Ángel Guinda. Ambos habían dedicado su vida a la docencia y, por fin, se habían retirado. Hace unas semanas enterramos a mi tío Octavio. Yo me llamó así por él. Ángel se marchó a comienzos de año. Es inevitable pensar en la sucesión de casualidades que me coloca hoy frente al teclado. Poco más de una década en la que los abrazos y los besos se han ido escapando como si fueran vestidos de papel en un día de lluvia. A los dos la enfermedad les arrancó la vida a mordiscos hasta dejarlos vacíos. Hay algo de aire acabado que recuerda ciudades donde ambos amaron, vivieron y volvieron a amar en un círculo que debería ser eterno. Y yo, que en estos años he aprobado la misma oposición que aprobaron ellos, que me he marchado a un pueblo minúsculo, que he tenido un hijo que ahora tose y no duerme y que, dentro de unos años, no recordará nada de los dos maestros que se marcharon en menos de un año. La vida es una columna del HERALDO donde alguien escribirá nuestro nombre.

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