Magdalenas
Magdalenas
Pixabay

Se fue el estío en el que nos arrancamos las mascarillas, volvieron los abrazos y las verbenas, pero también los incendios. 

Recordaré las columnas de humo tras la montaña con impotencia como aquella vez, todavía niña, cuando todos se marcharon a frenar el fuego para que no llegara al Moncayo. Ese olor a chamusquina que se aviva con la lluvia y se convierte en llanto me traerá la memoria agridulce de este verano intenso de paseos por La Habana, Nueva York, el oeste de Aragón y el norte de Francia. Allí donde se armó la de San Quintín pensaba en la magia de la escritura, que suele nutrirse de lo vivido, aunque a veces nos sorprenda el gesto inverso. Al pueblo donde veraneaba Proust, por ejemplo, le cambiaron el nombre hace medio siglo para que luciera la coletilla de su heterónimo literario. Desde entonces Illiers-Combray es tan famoso como el lugar de ficción y la novela que le dio fama eterna: ‘En busca del tiempo perdido’. En uno de sus rincones, de manos de su tía paterna, saboreaba el escritor la célebre magdalena, "aquel pequeño pastel regordete que parecía haber sido moldeado en la válvula acanalada de una vieira". Con ese gesto repetido años después, logró rememorar en sus libros los domingos en la iglesia y los paseos por el río. Bajo el asombro de una vitrina, en la habitación donde dormía el joven Marcel, una linterna mágica con más de cien años sigue irradiando historias de colores. Que la mecánica del cromatismo, el poder del paladar y del olfato nos lleven de vuelta siempre al agosto deseado.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión