Por
  • Julio José Ordovás

Caminos sin fin

Caminos sin fin
Caminos sin fin
Pixabay

El caminante es feliz perdiéndose por los caminos, esos caminos sin comienzo ni fin que pinta Pepe Cerdá, caminos que no conducen a ninguna parte o que te llevan directamente al infierno. 

Dulces caminos de la mañana, machadianos caminos de la tarde, caminos iluminados por la luna de agosto, que es un farol de verbena, con su luz de ginebra, suavemente embriagadora.

Los gorriones le hablan y el caminante los escucha con atención pero no entiende de qué peligros quieren advertirle. También le hablan las piedras, el cielo, las hierbas olorosas, los insectos, las lagartijas prehistóricas.

Este paisaje brutal, dominado por unos ocres y amarillos demenciales, representa para el caminante, como ningún otro, la angustia humana ante la indiferencia de Dios. Paisaje bíblico: polvo, higueras, olivos, un horizonte abierto y un sol que, cuando alcanza su cénit, aplasta a todo bicho viviente.

El caminante lleva ropa barata de Decathlon, protector solar factor 50, una botella de agua de medio litro y un iPhone con el que fotografía almendros esqueléticos y piedras de extrañas formas y colores.

El caminante recuerda un libro que leyó cuando era chaval y que se titulaba, precisamente, ‘El caminante y su sombra’. El caminante ya no recuerda si era en ese o en otro de sus libros donde Nietzsche escribió: "El gusano que ha sido pisado se enrosca. Eso es inteligente. Con ello reduce la probabilidad de que lo pisen de nuevo. Dicho en el lenguaje de la moral: humildad".

Dos grandes cuervos sobrevuelan una roca que parece un dolmen. Sus graznidos resuenan como risas burlonas y el caminante y su sombra se estremecen ligeramente.

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