Espantapájaros

Espantapajaros.
Espantapájaros
Laura Uranga

Había un pájaro muerto dentro de nuestra casa del pueblo. 

Estaba al pie de una cortina y al otro lado del cristal también dos de mis plantas habían fenecido durante nuestra ausencia. Dentro de la vieja nevera varios refrescos habían estallado poniéndolo todo perdido y esas pequeñas catástrofes domésticas me dieron que pensar. No es que tuviese complejo de culpa por haberlo pasado bien a la orilla del mar. Tampoco que tuviese que pagar por la felicidad y el orgullo que sentí al asistir a la graduación de mi sobrina en la Facultad de Derecho. Siempre me he creído libre del complejo de culpa que nos inocularon con las primeras vacunas de nuestra infancia. Fui a un colegio de monjas donde la religión (tengo esa impresión) no era lo primordial. Y mi familia era bastante moderna. Pero desarrollé mi propia mística intentando ver significados en acontecimientos que seguramente solo eran productos del azar. El pequeño gorrión muerto pesaba muy poquito, y me dio pena. Luego esa pena se acrecentó al saber que la madre de una buena amiga estaba ingresada en el hospital. Por la tarde el cielo se puso casi negro, de tormenta. Conseguí mantener a raya el desasosiego. Escuché en el móvil “Donde muere la carretera”, que es una de mis canciones preferidas de Ángel Petisme. Y canté bajito: “Los días claros se ve el Moncayo desde detrás de la iglesia, y espantapájaros alucinados sonríen a las cigüeñas”. La tormenta pasó de largo espantada. Por el horizonte la última luz del crepúsculo se filtraba bajo un manto de nubes que se dirigía hacia el Moncayo.

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