La teoría y el contraejemplo

Estudiantes del curso preuniversitario en 1958 en Zaragoza.
Estudiantes del curso preuniversitario en 1958 en Zaragoza.
Luis Mompel / HERALDO

Los predicadores a la vieja usanza recurrían mucho a esta técnica: ¿no crees en el infierno? Pues mira al condenado (aquí, nombre y apellido), que, ya muerto, se apareció entre llamas a su amigo disoluto. 

Que Darwin era blasfemo e inconsistente se probaba con los tapices de la Seo de Zaragoza, cuya fauna era como la actual, a pesar de distar medio milenio. Cuento lo vivido. No hay teoría que resista un ejemplo, decía con astucia un profesor mío, geógrafo. Escogía con esmero los contraejemplos para demoler de un golpe la doctrina que no le gustase. Si el escenario es tuyo -porque ocupas la tarima, el púlpito o el Boletín Oficial del Estado-, la tarea es sencilla, ya que no cabe réplica.

Las teorías que exponen las leyes españolas sobre enseñanza siempre están a la última. Así, en 2006 (LOE de Zapatero) y 2020 (Lomloe de Sánchez) se hace énfasis en el «enfoque competencial», concepto que, simple en esencia, es a menudo de tanta complejidad casuística que el legislador rehúye desarrollarlo.

Estas leyes y otras anteriores tienen su piedra de toque en el nivel de los alumnos al concluir. Entre los estudios de resultados, destaca el trienal PISA, programa para evaluación (‘assessment’) de los estudiantes de la ESO. España participa desde el inicio, en el año 2000. Se centra en tres saberes básicos: Lectura, Matemáticas y Ciencias. La ‘competencia lectora’ mide si el escolar comprende el texto y sabe usarlo y reflexionar ante él. En Ciencias se pregunta sobre salud, nutrición, energía, medio ambiente, ecosistemas, funcionamiento del cosmos o métodos científicos básicos. En Matemáticas, sobre una docena de temas muy digeribles como operaciones aritméticas, potencias y raíces simples, ecuaciones de segundo grado, medidas de longitud, superficie y volumen, proporciones, porcentajes, muestreos y probabilidades.

En España se evaluó en 2015 (último año disponible) a 37.000 alumnos de casi mil centros. La excelencia lectora se redujo a un 5% (frente al 9% de la Unión Europea); mal dato, pues la comprensión lectora está en la raíz de todo saber estructurado. En Matemáticas, la puntuación fue de 486 (lejos de Polonia, Estonia o Eslovenia) y los excelentes fueron solo el 7% (el 11% en la UE) y el 5% en Ciencias (frente al 8% de la UE). No es un desastre, pero dista mucho de lo deseable.

Un segundo ejemplo frente al triunfalismo puede tomarse a pie de calle (en un concurso de televisión; o en tertulia doméstica). Lo usual es el escolar que escribe con mala ortografía, ignora si Zumalacárregui (¿quién?) y Franco fueron contemporáneos y cree que el positivismo y el optimismo vienen a ser igual cosa.

No es, pues, bueno, sino malo (como mucho, mediocre) el nivel general de nuestro sistema de enseñanza obligatoria. (Aviso: si oye descalificar los métodos de PISA, sospeche de aleccionamiento).

Hay una descalificación general de la memorización en la enseñanza, sin apenas distingos. Es un disparate, pues lo que no se memoriza no está en la mente y, si no está, el pensamiento no podrá asociarlo internamente. No hay que aprender sólo de memoria, pero es bueno memorizar en lo posible, en aras de una utilidad a menudo impredecible, ya que la mente trabaja con sus propios recursos incluso durmiendo.

En esos despachos se destierran las reglas ortográficas del español (empezando por la de acentuación). Fernando Lázaro sintetizó bien el caso en 1971: «Uno es dueño de vestir o peinarse como quiera, de adoptar tales o cuales costumbres individuales, pero el idioma es una propiedad común. La inalterabilidad, en todos sus aspectos, de este instrumento de expresión y de conocimiento que es el idioma, se nos impone a todos como una responsabilidad que no puede rehuirse. Pero hay otra razón más: la observancia de la ortografía es un síntoma de pulcritud mental, de hábitos intelectuales de exactitud. Puede afirmarse, a priori, que un alumno que no cuida aquel aspecto de la escritura está ante el saber en actitud ajena y distante; […] Sobre esta situación -que luego producirá el pavoroso espécimen del semianalfabeto ilustrado-, es posible actuar desde diversos frentes; uno de ellos, quizá el más eficaz, es la exigencia de una expresión pulcra, comenzando por este nivel inferior de la ortografía. La del español es tan simple, que, si funcionara una pedagogía consciente de su importancia, podría darse por definitivamente aprendida hacia los catorce años».

Ahora, según las leyes de 2006 y 2020, hay que dar al sistema un «enfoque competencial». Tal será la triaca magna. Pero hacerlo bien exige muchos medios que no se proveen. Y, como ha dicho el Consejo de Estado en marzo, cuando la ley se plasma en decretos, se expresa abstrusamente, con «excesiva complejidad, abstracción y dificultad de llevar a la práctica», sin que parezca «que contribuya a facilitar el trabajo de los docentes».

La teoría gubernativa resiste mal este cualificado ejemplo.

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