Por
  • Isabel Soria

¿Probamos?

¿Probamos?
¿Probamos?
Pixabay

Cuando la materia orgánica deja de ser, se transforma en otra cosa: la naturaleza se prepara para imponernos su reciclaje en un tiempo récord, si hablamos del tiempo cósmico. 

No sucede lo mismo con la materia inorgánica. Si un animal tarda en descomponerse de seis meses a quince años, las materias creadas por el hombre tardan más: una bolsa, más de cien años; una pila, mil; y el cristal, cuatro mil. Pero la palma se la lleva un elemento que está archipresente en nuestra vida: el cemento. A éste les cuesta mucho salir del circuito, pues está hecho, nunca mejor dicho, a prueba de bomba. Su dureza y su propia existencia llevan aparejados un gran problema. El cemento ha cubierto con su manto gris un grandísimo número de arquitecturas singulares, ha pintado su propio lenguaje de tonos tristes, ha invadido paisajes, municipios y ciudades con encanto y sabor, ha desbancado a las milenarias arquitecturas tradicionales y lo ha unificado todo. El cemento no ha creado un paisaje idílico, por el contrario, ha creado algo horrendo. No se ha sabido armonizar el uso del cemento con la belleza, con la estética. Y el resultado, aunque por lo visto es rentable, ha sido espantoso. El lenguaje de la modernidad arquitectónica es tremendamente vulgar y feo. En Alemania están abogando por crear un ministerio de la destrucción, que sirva para deshacer de una forma legal, los cientos de miles de desaguisados cementiles que se han llevado a cabo en muchos lugares, pero especialmente en espacios naturales destacados o entornos históricos de interés. ¿Probamos?

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