Por
  • Celia Carrasco Gil

Desérticos orantes

Una noche de verano nos ofrece la oportunidad de reflexionar sobre la vida.
Desérticos orantes
Pedro Puente Hoyos / Efe

No quisiera dejar que terminara este mes sin antes haberme acordado de dos poetas que nacieron en El Cairo y Orense en dos abriles del siglo pasado, dos voces heterodoxas altamente comprometidas con el lenguaje, que se apartaron de todo tipo de cenáculos y gregarismos para escribir desde la voluntaria ausencia de sus márgenes.

Fueron Edmond Jabès y José Ángel Valente dos autores híbridos e inclasificables, dos voces versadas en múltiples tradiciones literarias, que se entrelazaron en su nomadismo y su exilio, que se reconocieron por escrito en su silencio y su retracción hacia la nada, que entendieron con el paso del tiempo y de la tinta que, en el fondo, todos somos igual de extranjeros y el fuego del verdadero hogar no reside sino en la palabra. Nos encontramos, en ambos casos, ante dos orantes del verbo situados en un espacio virgen de creación a la intemperie, esa oquedad que ampara toda búsqueda, el no-lugar de un desierto en el que es posible comparecer ante la palabra y entregarse por completo a una escucha, una espera, una receptividad y una disponibilidad pasivas pero a su vez conscientes. Ambos poetas concibieron el lenguaje como espacio del ser o cárcel emancipadora de la voz, casa del errante o elemento constructor de su morada, y desde la materia oscura de las tinieblas lograron insuflar hálito al limo, elevar la raíz al lugar del canto, y que la palabra-matriz y el antelibro, finalmente, ‘per aspera ad astra’, ascendieran al reino de los pájaros.

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