El otro Luzán
Nacido en 1702, el zaragozano Ignacio de Luzán publicó en 1737 una obra de teoría literaria a la que suele llamarse ‘Poética’.
En realidad, se titula ‘La poética, o reglas de la poesía en general, y de sus principales especies’. Es una obra de reflexión sobre la literatura -la poética, en particular-, su significación y los preceptos que el poeta ha de seguir para librarse de lo que el autor considera vicios y excesos de los estilos vigentes. Luzán los considera decadentes, e incluso detestables. Sobre todo, el gusto del Barroco. Repárese en que barrocos son, por poner dos casos señeros, tanto Quevedo como Góngora, o el belmontino Baltasar Gracián. Colosos los tres, pero de tiempos que iban quedando atrás. La Ilustración y la Razón venían con otras exigencias. El artificio –lo hecho por el arte, no lo natural– debía variar de objetivos y de rumbo. El Barroco empezaba a ceder el paso a las maneras ‘neoclásicas’ e Ignacio de Luzán fue el faro de la tendencia en la vasta Monarquía española.
Luzán preceptista
La tarea del tratadista aragonés fue ardua y no es esta obra suya fácil de leer y digerir para un lector actual, pero ha superado el paso del tiempo y sigue siendo el mejor ejemplo en su género durante el Siglo de las Luces.
Véase esta muestra: ¿qué debería imitarse para alcanzar la verdadera calidad poética? Mª Dolores Albiac subraya cómo se venía entendiendo que debía escribirse: por imitación de los grandes modelos clásicos, como Horacio o Cicerón. Eso garantizaba la calidad. Lo que predica Luzán a los poetas españoles es que no imiten a otro, por excelso que sea; que no se mimeticen con él. Deben imitar no a nadie, sino un ‘algo’: un objeto, un suceso, un sentimiento. Y deben hacerlo captando con palabras su esencia, su naturaleza. No es el estilo ajeno lo que deben perseguir como meta; han de llevar a cabo un proceso de abstracción sobre ese ‘algo’ (una flor, un odio, un dolor, una muerte) y, aunque está físicamente ausente del texto, debe quedar traslado a él. Y, por añadidura, ello ha de hacerse con claridad y con orden. Solo así el resultado quedará dotado de las dos prendas que Luzán considera poéticamente indispensables: credibilidad y verosimilitud.
Para nuestro teórico, el arquetipo de la oscuridad era Luis de Góngora, que de forma voluntaria (y magistral) construyó en el siglo XVII difíciles e impenetrables refinamientos, en los que el lenguaje ocultaba lo que contenía, en lugar de desvelarlo. Por eso lo llamó "poeta cordobés de los demonios" y "estuprador de la poesía". Hay quien dice que Luzán, sin más, no lo comprendía, pues Góngora prefería un arte muy alambicado y lo tenía dicho: ya sabrían los doctos "quitar la corteza" y descubrir lo encubierto. A Góngora le complacía resultar oscuro "a los ignorantes" y hablar de modo "que les parezca griego" porque (arguye, evangélicamente) las gemas no son para los cerdos.
Luzán burlón
Luzán no vivió mucho (cincuenta y dos años), pero escribió bastante. No todo fue solemne y teorético en sus obras. Por ejemplo, compuso un poema épico y risible sobre la guerra que hizo una grande y sabia gata contra los dañinos ratones enemigos de la buena literatura. Estos indinos tenían nombres ridículos, como Rodalmuerza, "ratón de mucho aliento y mucha fuerza"; Lamilardo, "osado, semidocto y presumido", que en solo una noche y aun con su "paso tardo", royó los sermones de san Bernardo; Macrocolato saboreaba los poemas de Góngora, cosa imperdonable. Y su jefe, Quesifago -‘devorador de queso’-, acabó descabezado por la minina guardiana del buen gusto.
Ese ejercicio fue una imitación consciente de un antiguo poema clásico que narraba, con léxico ampuloso, una lucha ‘heroica’ entre ranas y ratones, que el dios Zeus zanjó enviando un ejército acorazado de cangrejos para imponer el orden. Y ambas obras, a su vez, eran parodias de relatos clásicos muy serios, que contaban las guerras tremendas de los titanes, los gigantes, las amazonas y los centauros contra sus enemigos divinos y humanos. Porque para escribir tal cosa había que conocer bien, como Luzán, el griego, el latín y las lenguas modernas principales. Escribía muy bien en italiano.
En Zaragoza hay una calle de José Luzán Martínez, también zaragozano (de 1710), pero sin parentesco con Ignacio. Fue buen pintor y profesor de Goya; como él, tiene obra en el Pilar. Ambos trabajaron para la Casa Real y ejercieron la docencia. A nadie extraña, por lo tanto, que se les dedicaran calles desde antiguo. José Luzán era, además, protegido de los Pignatelli, a cuyo servicio dedicó su vida. Murió en 1785. Y Goya es Goya.