Se cumple un mes del inicio de la invasión rusa de Ucrania y la guerra se enquista. El órdago de Putin no ha tenido un desenlace rápido, como él calculaba, y, presa de un matonismo impropio del siglo XXI, ha optado por lanzar todo su potencial destructivo. Las fuerzas ucranianas han respondido con una valiente defensa, pero con un coste altísimo en vidas, infraestructuras y más de 3,5 millones de refugiados y 6,5 millones de desplazados internos. Las negociaciones directas entre Moscú y Kiev para hacer posible un alto el fuego no parecen avanzar. La Unión Europea, Estados Unidos y las organizaciones internacionales deben seguir presionando a Rusia para que abra vías dialogadas y pacíficas con el objetivo de poner fin cuanto antes al conflicto que Putin ha generado. China también debe estar del lado del respeto a las leyes internacionales. 

Cuando la madrugada del 24 de febrero se inició la invasión, la mayor ofensiva terrestre contra un país europeo desde la Segunda Guerra Mundial, pocos creían que, un mes después, los ucranianos resistirían como están resistiendo y que incluso lanzarían contraofensivas. Occidente les apoya con armas. La cumbre extraordinaria de la OTAN les ha prometido más ayuda, a la vez que ha presionado a Pekín. Así debe ser si se quiere defender un orden mundial basado en el imperio de la ley y la libertad.

Las reuniones de la OTAN, del G-7 y del Consejo Europeo celebradas ayer lanzan un potente mensaje de que Putin está consiguiendo lo contrario de lo que pretendía. Se ha ganado el odio de los ucranianos; ha vuelto a meter a EE. UU. en el escenario europeo del que trataba de librarse para centrarse en el Pacífico; ha reforzado a la OTAN; ha convertido a la UE en activo actor geopolítico; y corre el riesgo de perder el apoyo de China. Además, está condenando a los ciudadanos rusos al aislamiento internacional.