Putin de todas las Rusias

Putin de todas las Rusias.
Putin de todas las Rusias.
Lola García

Al ver el drama ruso-ucraniano, es inevitable ‘sentir’ que Crimea es rusa.

En 1783, Grigori Potemkin, favorito, amante y eficaz primer ministro de la zarina Catalina II la Grande, alemana de origen, anexionó a Rusia la península de Crimea. Le dio nombre griego (Táuride) y también a su nueva capital, Sebastopol, es decir Ciudad Augusta.

Las cortes europeas tenían a los rusos por bárbaros, hijos de los escitas del Mar Negro, que los griegos exploraron y cuyo litoral poblaron. Allí fundaron la ciudad de Quersoneso, junto a cuyas ruinas fundó Potemkin Sebastopol. Venía a decir que los rusos eran tan europeos y helenizados como los demás pueblos de Occidente. Tanta fuerza tenía el símbolo, que la Táuride fue un estado particular bajo el dominio del zar y tan ruso que lo llamaron Novorossiya: Nueva Rusia. Eran tierras rusas, neorrusas si se quiere, como la Nueva España era tierra nueva de España y de su Corona.

Catalina recorrió la Nueva Rusia durante meses en 1787, en un viaje en el que la acompañaron los embajadores europeos y el emperador de Austria, José II, que se sumó a la expedición de incógnito (secreto a voces). Cuando Rusia, al poco, venció al sultán turco, Potemkin rediseñó el gran puerto de Odessa, la plaza naval que guarda la salida rusa al Mediterráneo. En 1853, con el respaldo de París y Londres, el sultán atacó Crimea: 750.000 hombres murieron en la guerra, que Moscú perdió, si bien mantuvo Crimea. Eso es mucha sangre rusa.

En los albores de la historia de las Rusias eslavas, Vladimir Sviatoslavich, señor de Kiev, en 988, fue el primer príncipe ruso que se bautizó. Así empezó la cristianización oficial rusa. El zar lo fue luego «de todas las Rusias», al modo del «Hispaniarum Rex», de ‘las Españas’ americanas, vasca, aragonesa, gallega, catalana, castellana, astur... Crimea era rusa ya en el siglo XVIII.

En 1939, Stalin segregó el este de Polonia y lo agregó a la Repúbica Soviética Socialista de Ucrania (una de las 15 repúblicas de dominio ruso con que se constituyó la URSS). Emprendió una política criminal de deportaciones masivas contra la población musulmana (y supuestamente filonazi) de los tártaros (tatar), diezmados en 1944 y deportados a Siberia por cientos de miles.

En 1954, Nikita Jrushchov cedió el distrito (‘oblast’) de Crimea, dependiente de la RSS de Rusia, a la RSS de Ucrania. Jrushchov, jefe del partido estalinista en Ucrania, había liderado purgas inmisericordes, en el partido y en el ejército, con numerosas ejecuciones. Tantas, que, cuando llegó al poder en Moscú, en julio de 1954, ordenó a Iván Serov, del KGB, destruir cientos de expedientes de condenas donde su firma se unía a la de Stalin. En la guerra había sido todopoderoso: jefe del partido y primer ministro de la RSS de Ucrania. Y cuando cedió a Ucrania Crimea, esta no pasó como provincia, sino como distrito especial autónomo. Desde 1991 (separación de Ucrania y la Federación Rusa), Crimea dispone de un estatus propio y proclamó una constitución en 1999. Estos hechos explican que, en 2014, en un referéndum, los votos prorrusos en Crimea, que tiene dos millones de habitantes, fueran el 96,77% (aunque la Ucrania actual, Crimea incluida, es un país corrupto y nunca se sabe la verdad completa). Entonces, ¿cómo amputar Crimea de Rusia sin que rechiste el zar? Sea de la estirpe que sea, roja o blanca, el zar es siempre «emperador y autócrata de todas las Rusias». Autócrata: otro término histórico de estirpe helénica.

Un zar nacionalista

Putin es más astuto que el zar antiguo. Se santigua como un pope, tiene una alianza filial con el patriarca de Moscú (usuario de Rolex) y ha autorizado en la ciudad la mayor mezquita de Europa, que guarda un pelo de Mahoma.

Pero todo ello parece no pesar en Washington. Ni en Bruselas, sede de la Unión Europea y de esa OTAN que abre la puerta a Kiev pero desea que no cruce su umbral. Lo que interesa ante todo mostrar es la avidez territorial del déspota, no su nacionalismo. La paja en el ojo ajeno: la OTAN (inolvidable Javier Solana) descoyuntó Yugoslavia, suscitó el singular estado de Kosovo y arrasaron el libio, apoyaron a los talibanes para dañar a los rusos y dieron cierta cobertura a los chechenos separatistas. Todo para quebrantar a Rusia. Lo cual es echarla en brazos de China. Muy torpe.

Putin sabe que desde Wilson a Biden, pasando por Carter, EE. UU. quiere una Rusia precaria y fragmentada y lo pregona. Cierto que al autócrata ruso, cabeza de un régimen cleptócrata y rudo, no debe permitírsele que opere a sus anchas. Pero su nacionalismo no es más culpable ni más exacerbado que el francés de la ‘grandeur’, el británico del ‘Rule, Britannia’ y, menos aún, que el norteamericano, que invoca a su Dios bendicente y dice confiar en él todos los días del año. Igual que hace el estandarte presidencial de Putin, tomado de los zares, donde el diablo es vencido por san Miguel Arcángel. ¿O es Vladimir Putin?

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