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  • Andrés García Inda

¿Anécdota o categoría?

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Leonarte

El art. 9 de la Constitución recoge entre los principios básicos de nuestra organización jurídico-política la "interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos". 

No es que la prohibición de la arbitrariedad sea importante porque lo diga la Constitución, sino al revés: se menciona allí porque es muy importante. Es más, es una de esas ideas básicas que, lo diga la ley o no, distinguen al gobernante despótico del democrático, o al régimen tiránico del que no lo es. Porque es una prohibición que afecta a todos los poderes públicos, incluido el legislador. El poder no puede —¡no debe!— adoptar medidas ilegales, discriminatorias o injustificadas; ni caprichosas, irracionales o absurdas. Ni aunque lo ampare el voto de la mayoría. Resultaría arbitrario, por ejemplo, que se nos obligara, porque sí, a peinarnos con la raya en medio o a vestir en chándal los domingos. Eso no significa que las decisiones siempre estén claras o sean unívocas, claro está. No confundamos la arbitrariedad con la discrecionalidad, que es el margen de actuación (jurídica, técnica y política) más allá del cual las decisiones se tornan arbitrarias. Pero cuanto mayor o más incontrolado es ese margen, mayores son las posibilidades de un ejercicio arbitrario del poder. Que es lo que suele suceder en tiempos de crisis y confusión como la que estamos viviendo.

La reciente decisión gubernamental de imponer el uso obligatorio de la mascarilla en la calle podría ser un ejemplo de ello, a tenor de la opinión generalizada de los expertos, a día de hoy, sobre su inutilidad en espacios abiertos y con suficiente distancia física. Quienes desaconsejaron abiertamente su uso cuando era más necesario, ahora curiosamente lo prescriben en contextos en los que resulta absurdo. Luego hemos sabido que además del estímulo o el aplauso de algunas Comunidades Autónomas (y del silencio cómplice de la mayoría), el Gobierno se apoyó para tomar la decisión en un estudio demoscópico de opinión favorable al uso de las mismas. Quién sabe, con fundamento parecido podrían habernos obligado a persignarnos al salir a la calle... o a peinarnos con la raya en medio. ¡Pero había que hacer algo!, afirman algunos encogiéndose de hombros, sin caer en la cuenta de que lo escandaloso del asunto no es solo que se obligue a la población a adoptar un comportamiento inane, sino que esa sea la principal medida —¿o la única?—, ante la situación de emergencia que, según decían, estábamos enfrentando. ¿Cómo vamos a creerles así?

Cabe preguntarse por el daño que hacen medidas arbitrarias como la de la mascarilla, erosionando la confianza necesaria en las instituciones y favoreciendo la sospecha y la desafección hacia los demás y hacia quienes nos gobiernan

Hay quienes piensan que, aunque resulte inútil, la medida es inocua. Dejo a un lado, por desconocimiento, el impacto que el uso generalizado y continuo de las mascarillas pueda tener en nuestra salud. Pero en el fondo, y más allá del efecto placebo —o atemorizador— que tenga en una parte de la población, que la norma sea inservible para contener la situación desde el punto de vista sanitario no significa que sea inofensiva desde otros puntos de vista; y quizás por eso resulta doblemente arbitraria. Primero, porque para lo que en realidad sirve la medida es para demostrar que el Gobierno actuaba diligente y responsablemente, aun cuando lo que hiciera fuera no hacer nada, como un señuelo para disimular su incompetencia o su incapacidad para tomar decisiones prácticas y liderar eficazmente la gestión frente al colapso sanitario. Y segundo, porque lo que hace así la norma es trasladar o descargar nuevamente la responsabilidad de la Administración en el administrado, de quien hace depender únicamente la solución a los problemas y a quien viene a culpabilizar de su situación, como si la pandemia siguiera entre nosotros por culpa de quienes no acatan sumisamente sus consignas.

Por supuesto que es necesario fortalecer el compromiso y la responsabilidad ciudadana individual; y hacerlo con sentido. De hecho, la pandemia ha venido a subrayar la importancia de la misma no solo para la satisfacción de los intereses particulares, sino para la consecución del bien común. Por eso cabe preguntarse por el daño que hacen medidas absurdas y arbitrarias como esta, erosionando la confianza necesaria entre nosotros y en las instituciones, y favoreciendo la sospecha y la desafección hacia los demás y hacia quienes nos gobiernan. Cuando escribo estas líneas se rumorea con la posibilidad de que el Decreto que impuso la obligación no se convalide. ¿Quedará en un simple borrón o un caso anecdótico en el contexto de una situación confusa y compleja, o es un ejemplo o una muestra más de una deriva errática y arbitraria? Juzguen ustedes mismos.

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