La Ley de Amnistía es la Transición

Manuel Fraga (i) y Santiago Carrillo, antes de participar hoy en una mesa redonda sobre "Protagonistas y significado de los Pactos de la Moncloa"
'La Ley de Amnistía es la Transición'
EFE/Sergio Barrenechea

Los ‘neocóns’ (linaje que incluye a modelos como Thatcher y a anomalías como Bush y Trump) ya no cuentan en España tras el eclipse de Aznar. 

Los postsocialistas mandan mucho desde el zapaterismo de Leire y Bibiana y perviven en las variantes Marlaska-Montero-Bolaños. Los ‘neocoms’ –Anguita fue el último ‘paleocom’– incluyen especímenes estólidos (como Garzón), doctrinarios (como De Santiago) e insustanciales (el prólogo ‘modelno’ al ‘Manifiesto comunista’ de Yolanda Díaz es una frivolidad). Ahora, neocoms y zapaterianos la emprenden con la Amnistía, mientras Bolaños asegura que esta ley nueva no cambiará nada. Una bufonada.

En 1971 escribía Santiago Carrillo que, en España, el militar profesional ya no era aristócrata ni procapitalista, sino un profesional desligado del colonialismo y el imperialismo y apto para una democracia, "en un sistema capitalista o uno socialista". Ello permitía el diálogo entre el Ejército y las fuerzas democráticas: algo que "objetivamente" ensanchaba la vía al socialismo.

En 1968, un militar exiliado, Antonio Cordón, había escrito: "Con la terminación de la guerra empezó para mí, como para tantos españoles, el destierro. Que dura ya treinta años". Vivía la amargura de la "ausencia de la patria" que Franco vedaba a los vencidos, "pero que va con nosotros siempre, en nuestro cerebro y en nuestros corazones de españoles". Con casi ochenta años, seguía escribiendo sus recuerdos y deseaba al lector "que lo veamos juntos en nuestra España".

Cordón fue hijo de un vista de aduanas y en 1911, con 16 años, ingresó como cadete en Segovia para ser oficial de Artillería, aunque tenía aprobados, a la vez, los ingresos en las Academias de Ingenieros y de Infantería. Tenía muy buena cabeza.

Como Carrillo, fue un notable dirigente comunista. General y jefe del estado mayor del Grupo de Ejércitos de la Región Oriental, con cuartel de mando en Vich, planeó la resistencia al enemigo y, a la vez, la retirada a Francia, como aconsejaban la debilidad militar y la baja moral, las taras burocráticas y la imposibilidad de aunar los criterios de los jefes, políticos o militares.

De la burocracia insensata (y suicida) cuenta este caso: pidió, como jefe de estado mayor, al subsecretario de Defensa alambre de espino. Firmó el oficio y, al margen, anotó: "Dese". Y volvió a firmar, pues los dos cargos los ejercía él mismo. Nadie se fiaba de nadie y el enemigo avanzaba.

El 1 de febrero de 1939 (la guerra acabaría en abril), Juan Negrín, jefe del Gobierno, lo invitó a una sesión de Cortes, en un sótano del castillo de Figueras, en la raya de Francia. Los diputados, unánimes, votaron un programa de tres puntos: aceptar la paz con Franco si se garantizaban la independencia nacional (respecto del Eje), el derecho a elegir gobierno y la renuncia a la represión tras la paz; esto es, la amnistía. Por eso, en los años 70, el grito de la oposición fue el de "Libertad, amnistía y (estatuto de) autonomía". Y todo eso, en el mismo día en que las tropas rebeldes tomaban Vich.

No hay que engañarse: los neocomunistas pagan peaje al separatismo, gobiernan con el poszapaterista Sánchez y atacan la Ley de Amnistía para debilitar la Constitución

Santos Juliá desmintió con solvencia que la idea de ‘transición’ fuera invención reciente y tardofranquista. Pues, bien: la amnistía, que ahora quiere desnaturalizar el populismo gubernamental, estaba en la mente de los comunistas más característicos de la historia de España -en la II República y la guerra civil- desde 1939. Y allí seguía en 1977.

Los jefes del descuajeringado PCE actual han demostrado su ansia de poder político y la endeblez de su fundamento doctrinal. No queda nadie comparable a Sacristán o Pradera -ni en el PSOE a Gómez Llorente; ni aun a Santesmases– y su discurso efectista no se cimenta en una doctrina que ni les interesa, ni han estudiado o comprendido, ni tampoco en unos precedentes históricos soslayados por inoportunos.

Su éxito en la desvirtuación de la Ley de Amnistía de 1977 hará ruido, pero no llegará lejos. La Constitución y el Código Penal (CP) fijan tajantemente la irretroactividad de las normas penales (no puede ser delito lo que no lo era en su día) y estos jefes ignoran, además, la suma dificultad de convertir un principio genérico del derecho penal internacional en una norma de derecho positivo español. Delitos tan antiguos –y que ahora sí lo serían, por el CP de 1995–, no lo eran para el CP de 1932 ni para el de 1973, vigente cuando se amnistiaron en 1977 esa clase de conductas.

Pero, ojo: sí gana terreno el fin a que sirve realmente esta iniciativa: presentar la Transición como un fraude y abrir otra grieta en la Constitución, para cuartearla. De eso, en verdad, se trata. No es sencillo saber cómo Carrillo y Cordón, ya en el limbo de la historia, calificarían estas iniciativas de los neocoms, a los que cuesta tomar por sucesores suyos.

Javier Lambán ha sido preciso en su apunte: la Ley de Amnistía fue la clave de bóveda de la Transición y, por descontado, una exigencia de la izquierda. En efecto, no eran precisamente franquistas quienes la exigían en las calles.

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