La leyenda negra de la Transición

Celebración del Día de la Constitución en el Congreso de los Diputados
Celebración del Día de la Constitución en el Congreso de los Diputados
EFE/Ballesteros

Ha arraigado el aserto de que la Transición y la Constitución de 1978 (su principal criatura), fueron una estafa, un fraude en el que cayó la izquierda, por debilidad o ceguera; un anzuelo que mordieron las ‘fuerzas del progreso’ y con el que la derecha franquista –etiqueta comodín– se salió con la suya y quedó en posición de ventaja. Es una nueva leyenda negra antiespañola. 

El mejor estudioso del caso, Santos Juliá, publicó un estudio luminoso (’Transición’, Crítica, 2017) que ignoran cuantos siguen en esas tesis simplificadoras, oportunistas y mal fundadas –pero en boga–, en una desdichada senda inaugurada por Rodríguez Zapatero y llevada al clímax por Iglesias Turrión, quien llegó a proclamar –en una taberna– cómo Batasuna era el intérprete más perspicaz de la Transición tramposa y fraudulenta.

No sirve que llevase a la reconciliación entre españoles y a un periodo de paz política sin parangón desde 1812. Fue, además, el paso, escabroso, pero ordenado y admirado, de un régimen dictatorial a una monarquía parlamentaria donde toda opinión tiene cabida. Fenómeno, por cierto, que no se da en democracias muy veteranas, donde ciertas actitudes políticas son ilegales por definición constitucional.

La idea de una transición pactada entre los bandos enfrentados en la guerra civil es antigua y continuada. Su origen lo sitúa Juliá en 1937, cuando el jefe del Estado, Manuel Azaña, ya descorazonado y que pronto implorará a los españoles "paz, piedad y perdón" (1939), busca en mayo de 1937 cómo clausurar la guerra civil con un perdón nacional, mediante un "régimen de transición". Lo dice a personalidades extranjeras, políticos y periodistas. Desea una ‘suspensión de armas’ que podrían acordar Francia, el Reino Unido, la URSS, Alemania e Italia, con repatriaciones de tropas y un plebiscito inicial. En su nombre visita Besteiro el Foreign Office. Por otro lado, Giuseppe Pizzardo, cardenal desde 1937, gestiona una iniciativa similar de los católicos republicanos exiliados en París –hubo no pocos–, apoyados por el prestigio de Jacques Maritain. Era un imposible: el cardenal Gomá argumentó cómo la guerra era ya tal que la Iglesia arriesgaba en ella su exterminio.

Es 1946 y los aliados, victoriosos ya sobre el Eje, renuncian a intervenir en España, pero no a apoyar a un gobierno provisional, que sustituya al dictador y decrete una amnistía. No solo Franco se opone: también Juan de Borbón, heredero de Alfonso XIII. Continúan, empero, con la idea Indalecio Prieto y José María Gil Robles, enemigos hasta entonces en paz y en guerra. En 1948 hablan de un "proyecto de transición", para el que el socialista pide el amparo del Labour Party.

En los años 50, Washington y la Santa Sede amparan a Franco, de hecho y de derecho. Pero el impulso opositor no se detiene. En 1964 –y son ya hechos vividos, no solo leídos–, el llamado ‘movimiento europeo’, con amplia presencia de socialistas y democristianos europeos y españoles, propone en Múnich clausurar la guerra civil y sellar la reconciliación de los españoles mediante un perdón general y el establecimiento de las libertades políticas.

La Ley de Memoria Histórica de Zapatero no creó un órgano dotado de especialistas para resolver con rapidez el drama de las fosas con fusilados y optó por una vía más artera

Incluso Stalin, en su implacable estrategia de líder comunista mundial, ordena a Carrillo e Ibárruri que digieran la nueva situación: ni maquis, ni guerras renovadas ni revoluciones: en 1956, el PCE clama, pues, por la "reconciliación nacional", el cierre definitivo de la guerra civil y la discordia derivada. Algo así hizo Togliatti en Italia. Será más útil entrar en las instituciones (sindicatos, colegios profesionales, asociaciones, aulas...) y modificarlas desde dentro (’entrismo’). Hubo también personalidades diversas e influyentes en esa misma vía, como Dionisio Ridruejo (exfalangista) y Joaquín Satrústegui (monárquico exiliado) que pidieron literalmente esa ‘transición’.

La respuesta del sector menos terne del régimen (que quiere ’reforma’, no ‘transición’), dirigido por Manuel Fraga, fracasa. Habrá que ir más lejos. Y esa es la tarea que lideran Fernández Miranda y Adolfo Suárez –al que hoy pone verde Óscar Alzaga, qué típico–, respaldados por Juan Carlos I. Amanece, al fin, la Transición tangible. Ley de Amnistía total. Partidos legalizados. Las nuevas Cortes serán, sin que nadie lo ordene (ni lo impida), constituyentes.

El Movimiento Nacional se esfuma por simple decreto. La Iglesia ya no es la de Gomá, sino la de Tarancón y el Vaticano II. Los generales más duros no pueden impedir la legalización del PCE, que acepta la bandera bicolor. En España, "patria indivisible de los españoles", adviene sin sangre –ETA aparte– la democracia.

Zapatero rompió culposamente esta dinámica. Si hubiera actuado de buena fe, su Ley de Memoria Histórica hubiera dispuesto un órgano bien dotado de documentalistas y forenses para resolver con rapidez el drama de las fosas con fusilados. Pero prefirió eternizarnos el problema y lo encomendó a particulares. Un rasgo de populismo duro, la nueva droga de la política en España.

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