Por
  • Andrés García Inda

Otoñar

Otoño en España
'Otoñar'
Pixabay

Que el inicio del otoño coincida con el principio del curso es en el fondo una de esas divertidas paradojas en las que cada año la vida se expresa y nos sorprende.

Curiosamente, cuando los días se acortan y el tiempo se oscurece es cuando emprendemos los nuevos proyectos, como si hubiéramos decidido esperar a que se acerque el crepúsculo para comenzar la jornada, o aprovechar el deterioro y la progresiva falta de calor, de luz y de fuerzas para retallecer enérgicamente. ¿Cuándo mejor y cuándo si no?, diremos con las manos extendidas. Aunque entonces uno ya no sabe si se encuentra ante el final del principio o el principio del fin, iniciando un ciclo o terminándolo. Seguramente las dos cosas, claro: la vida que surge cuando se empieza a agostar la vida, como la hierba que brota –que otoña– cuando los árboles se deshojan. Una "decadencia de hermosura", lo llamó Juan Ramón Jiménez, lo que significa tanto la hermosura que decae como la nueva belleza que nace en (y de) ese ocaso: "La vida se desnuda, y resplandece / la excelsitud de su verdad divina", cantaba el poeta. Porque, como también escribió Stefan Zweig en su propio ocaso personal, la luz nunca brilla tan fuerte y libremente como en la puesta de sol, y nunca se ama tanto como en la antesala de la renuncia.

Parece una paradoja que el curso comience justamente al mismo tiempo que el
otoño, la estación del crepúsculo y la decadencia

En el otoño el tiempo desviste los árboles y deja al descubierto nuestros nidos ya vacíos. Nos trae así consigo la experiencia de la caducidad, del hueco que dejan la mudanza y la finitud. Porque lo que se va, nos deja o dejamos atrás, sea lo que sea, más que aligerarnos, a menudo nos perturba y desequilibra. Como esa sensación de inestabilidad que, aunque sea momentáneamente, nos provoca desprendernos de la mochila. Es entonces cuando nos damos cuenta de que la carga que soportábamos durante el camino era en realidad el apoyo que nos daba la seguridad y el equilibrio al andar. El peso, el ruido o la obligación era lo que nos permitía mantenernos erguidos y orientarnos. Y cuando estos desaparecen, sentimos que empezamos a perder pie y desestabilizarnos. Todo lo que parecía dificultar o impedir las posibilidades del deseo era en realidad lo que lo alimentaba. Lo que nos limitaba era, a la vez, nuestra condición de posibilidad.

Estos días iniciales del otoño hemos comentado en clase, con otro propósito, la metáfora de la paloma a la que se refiere Kant en la ‘Crítica de la razón pura’, y que ustedes seguramente conocerán en una u otra versión: "La paloma ligera que hiende en su libre vuelo los aires, percibiendo su resistencia, podría forjarse la representación de que volaría mucho mejor en el vacío". Como nosotros, el ave podría soñar o pensar, erróneamente, que llegará más alto, más rápido y con menos esfuerzo si no tuviera la oposición del aire y el viento. Pero en realidad sabemos que cuando le falte esa dificultad o esa resistencia es cuando empezará a caer. Y entonces necesitará agitar con más fuerza sus alas, buscando nuevamente el equilibrio en el empuje del aire para poder remontar el vuelo.

Pero esa coincidencia nos invita a reflexionar sobre los equilibrios que requiere la vida

El otoño nos recuerda todo ello desnudando las ramas, vaciando los nidos y empujándonos fuera del árbol, como si el tiempo o el aire fuera a detenerse definitivamente. Y no nos queda más remedio que empezar para seguir, moviendo rápida y frenéticamente las alas para no estamparnos contra el suelo, como en un pesado, ridículo y divertido vuelo gallináceo, buscando y esperando encontrar de nuevo la resistencia necesaria para elevarse y volar.

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