Tilander y la caca en el Aragón medieval

Una miniatura del Vidal Mayor representa la construcción de una alcantarilla.
Una miniatura del Vidal Mayor representa la construcción de una alcantarilla.
Fundación Paul Getty

Las sanciones que nuestras reglas de urbanidad imponen a quienes orinan o defecan en la vía pública se han extendido a los dueños de animales domésticos (de perros, en particular), de cuyas deposiciones en la calle y en los parques se les hace justamente responsables.

La usanza legal impele a castigar a los gorrinos que prueban ser tales por lanzar esputos, escupir chicles o plantar sus pestilentes desahogos donde apestan al prójimo. En Aragón, cuya larga historia da tanto de sí, hay pruebas de esa preocupación higiénica.

Así, en un texto tan ilustre como el ‘Vidal Mayor’ (escrito a mediados del siglo XIII) se previene que, para evitar molestias al común, todo propietario urbano debe dar salida adecuada a las aguas que desecha en su casa. Con lenguaje muy recatado y púdico, dice el texto legal que esas normas de convivencia no solo conciernen al agua en sí, sino igualmente a «las otras cosas que pueden yr como agoa», si bien no lo son. Todo un eufemismo para aludir a los sólidos indeseables.

Estas aguas repulsivas y sus mojones flotantes deben ser sacadas de las casas «por caynnos deiús tierra» [cañerías bajo tierra] o de otra forma siempre que «sea sana cosa a los vezinos». Deben construirse en las casas desagües subterráneos y hacer que lleguen hasta la cañería general, el cuidado de la cual atañe a cada vecino en su tramo correspondiente («el espacio por razón a cada uno segunt más et menos»).

Si la obra se encomienda a terceros, se pagará a escote: «Escotar en las ditas espiensas [expensas, gastos] segunt que fuere de razón». Hay que facilitar que por el solar propio pasen el desagüe general y el vertido ajeno. Todo, por la salud del grupo; con respeto, pues, a la higiene comunitaria. Hoy, la cautela concierne a la distancia entre personas y al enmascaramiento individual, pero la idea, como se ve, es antiquísima.

El sabio y las cacas

El sabio filólogo sueco Gunnar Tilander, a quien debiera proclamarse póstumamente aragonés honorífico, tenía una curiosa afición por las costumbres excrementicias. Anota que en Aragón era común usar expresiones relacionadas con la ribera de los ríos para referirse a los lugares donde, a falta de otra cosa, debían las personas ir a evacuar. ‘Ir a ribar’ o ‘a riberar’ significaba ir a hacer de vientre, como luego se dijo.

En la hermana Navarra el fuero empleaba ‘ser a ribera’ con igual sentido: no significaba que alguien estuviese en ninguna orilla, sino aliviándose de cargas indeseadas en cualquier parte, ribereña o no. De modo semejante usamos hoy ir ‘al servicio’ o ‘al lavabo’, sin más concreción.

En el Vidal Mayor se lee que quienes se someten voluntariamente a un arbitraje no pueden excusarse de cumplir lo que ordene el árbitro aceptado, salvo que este disponga algo disparatado, como citarlos en un burdel o en ‘la riba’, que es lo mismo que un defecatorio. A una cita así no había por qué acudir.

En Montluçon, las rameras habían de pagar el pontazgo soltando una ventosidad. Tal impuesto tenía propósitos salaces, pues se les requería enseñar el nalgatorio. Picardías francesas. En Suffolk, un tal Baldin estaba obligado en Navidad al raro ritual de inflar los carrillos, dar un salto, soltar el aire de un bufido y soltar un pedo sonoro, todo a un tiempo. Los ingleses son raritos.

También dice Tilander que el fuero de Jaca fijaba un castigo asombroso para el ladrón que robase un carnero guía, portador de la esquila que orientaba a las ovejas. La pena quedaba a elección del ladrón: o perder tanta parte de la mano como cupiera en el cencerro, o aceptar que se llenase el esquilón «con excrementos humanos bastante fluidos, que se le verterán en la boca». Opción esta, dice el sabio sueco, en tono somarda (todo se pega), que era invariablemente la elegida.

Y explica cómo el Fuero de Teruel establece que quien se descarga fisiológicamente en la puerta de otro está obligado a limpiar sin excusa sus porquerías. En caso contrario, podrá ser multado gravosamente por encerdar la propiedad ajena.

Estas y otras cosas malolientes y pintorescas, documentadas todas, entretuvieron a Tilander, que las captó de aquí y de allá durante treinta años, indagando en documentos vetustos y entre testigos de avanzada edad, tanto en su Suecia natal como en el lejano Japón o en su querida España, en la que trabajó con don Ramón Menéndez Pidal, a quien admiraba.

Tilander, que fue gran estudioso de lo aragonés, redactó un curioso librito titulado ‘Barra y pared en escusado’ (sic) (IFC, 2019), con conmovida introducción y eficaz traducción de F. J. Uriz, gran valedor de la literatura hispana en el país de Alfred Nobel y a la inversa.

Con buen criterio, Uriz incluye íntegro el capítulo de andanzas de Tilander por Zaragoza, donde reviven personajes y edificios que el sabio frecuentó durante su fructífera estancia en la ciudad del Ebro. Un sabroso extra.

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