Por
  • Ángel Gracia

Mi marciano

'Mi marciano'
'Mi marciano'
Pixabay

Durante el confinamiento me volví huraño y desconfiado, pero al mismo tiempo echaba de menos el contacto social. 

Pensé que la tecnología podría ayudarme y contacté con una empresa de inteligencia artificial. Esa misma noche un silencioso dron me entregó en el balcón de casa una cajita de grafeno imposible de abrir. Contenía un prototipo de Karel aún no comercializado y sin instrucciones. El contrato consistía en que yo tenía libertad de imaginación para usarlo y sus creadores, la potestad de quitármelo.

No se trataba de ningún robot o autómata o androide de esos que simplifican trabajos industriales o que ayudan en banales tareas domésticas o que simplemente nos hacen compañía. Karel era una entidad orgánica sin figura propia que adquiría la de las personas anheladas por el usuario. Estaba inspirado en ‘El marciano’, aquel conocido cuento de Bradbury. Yo podría decidir conscientemente la transformación. Primero le di la forma de mis seres queridos muertos, pero interrumpí los encuentros porque temía decepcionarlos con mi yo actual. Luego opté por corporeizarlo en enemigos que me habían hecho daño para someterlos a juicio y jugar con ellos al paintball. Me aburrí, hasta el afán de venganza caduca. Cansado del juego, pedí que se convirtiera en mí mismo cuando yo tenía diez años y leí por primera vez ‘El marciano’. Me asombró tanto ese entusiasmo infantil, esa pureza, esa fe en la fantasía, que no cambié ya más la identidad. Pero apareció el dron y se llevó a Karel por el cielo vacío.

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