De España y de sus lenguas

España es un país multilingüe.
España es un país multilingüe.
Lola García

El ‘problema lingüístico’ de España no se debe al número de lenguas del país (en Indonesia se hablan más de 700 y en México hay 292). Tampoco a la pluralidad de lenguas oficiales: hay más de una en Noruega, Irlanda, Finlandia y otros cuatro países europeos.

 Los estudiosos internacionales consideran bien protegidos en España el catalán, el vasco y el gallego, pues se usan en la administración, la enseñanza, la prensa y la vida laboral y profesional. No obstante ello, en Cataluña se produce la anomalía absoluta de la ‘inmersión’ lingüística, acaso única en el mundo, según fundado juicio de F. de Carreras. El problema reside en otro plano: las lenguas españolas «se usan como justificación de las naciones que supuestamente sustentan y de la existencia de cuatro lenguas se infiere la de cuatro naciones» irredentas y en busca de estado propio. Así comienza el brillante lingüista aragonés Ángel López García-Molins (LG-M) su libro ‘Repensar España desde sus lenguas (El Viejo Topo, 2020) y rebate esa clase de análisis obtusos que vienen poco menos que a decir que el español y su predominio en nuestro país es un efecto del franquismo o de otras ‘invasiones’ más o menos militarizadas.

España es un país multilingüe, pero no plurilingüe, porque los españoles, en general, no se esfuerzan por manejarse en varias de sus lenguas. LG-M opina, un tanto retadoramente, que «ni el español es la lengua nacional» (no como lo son el francés y el italiano) «ni el catalán, el gallego o el vasco son ‘lenguas regionales’» como el corso o el bretón. Sin embargo, el español es nuestra lengua común desde hace mucho tiempo.

Lo notable del caso español es que la variedad de lenguas se considera un síntoma que enmascara un serio problema político, pues las lenguas fungen como justificación y cimiento de naciones y de la existencia de cuatro lenguas se infiere asombrosa y directamente la de cuatro naciones irredentas en busca de estado propio. Una interpretación burda que lleva, ‘velis nolis’, a hacer del español una especie de intruso y a sus usuarios, indeseables invasores. Esa actitud es la oficial del nacionalismo políticamente hegemónico, ya que no mayoritario, y «tergiversa la verdad histórica (...) a base de narraciones falsas del pasado y de mapas inventados».

De las muchas tesis sobre los modos de generar una nación, dos han tenido más fortuna. Una viene a decir que la nación es natural, incluso de creación divina. Es la tesis de la nación étnica. Hoy es más aceptado que la nación resulta de acciones mediante las cuales los miembros de un grupo, o de varios, se reconocen vinculados por ciertos derechos y deberes. Creado así el estado, la nación no es causa, sino un constructo retrospectivo de historia, sentimientos y otros vínculos.

Para LG-M, en España es necesaria y urgente una política lingüística «guiada por el amor a nuestras lenguas, a todas». Idea ausente en la política cotidiana.

El libro tiene 29 capítulos, breves y sustanciosos, que buscan esclarecer cuándo se torció el asunto, diferenciar las funciones de las lenguas en España, distinguir entre castellano y español, atisbar los ejes de una política lingüística y subrayar -empeño antiguo del autor- la función del español como lengua general (‘koiné’, en términos académicos), sin omitir su función americana.

Hay apartados sabrosos. Luis Michelena (a quien ahora llaman Koldo Mitxelena; atestiguo que no firmaba así las cartas), padre del ‘batua’, reprochaba a los nacionalistas su afán por ‘reeuskaldunizar’ la Ribera navarra: «En Cascante no se ha hablado nunca vasco; y aproximadamente lo mismo ocurría en las Encartaciones de Vizcaya, en algunas zonas de Álava y en otros muchos lugares (...) También el castellano es una lengua de aquí». Actitud inteligente -Michelena lo era-, al revés que la del pancatalanista valenciano Joan Fuster, cuya roma y triunfante exaltación llegó a definir que las zonas «aragonesas, castellanas i murcianas» del Reino de Valencia eran «un anex d’escasa importància».

El autor comparte la idea de Miguel Candel: solo un pensamiento rancio y una total ceguera sociológica pueden hacer pensar en la posibilidad de ‘cortes limpios’ en una fragmentación de España mediante ‘líneas de fractura’ etnoculturales. Todo está muy imbricado.

Este razonamiento tiene una carencia no lingüística, sino jurídico-política: existe un estado español y, aunque la idea no sea del gusto de LG-M, también existe, y opera, la nación histórica y política llamada España, que da contenido a dicho estado. Una de sus conclusiones -sostenida desde hace años y aquí reiterada- es que varias de nuestras lenguas «sustentan naciones». Cierto que nación es voz polisémica. Pero en la principal y mayor de nuestras leyes, nación hay una sola y el titular de su soberanía es el pueblo español, como conjunto. Si con una o con más lenguas, es importante, pero no es lo fundamental.

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