La mascarilla

'Las mascarillas'
'La mascarilla'
Pixabay

Cuando nos levantemos la máscara, volveremos a vernos donde siempre es de día, como dice el poema de Luis Alberto de Cuenca. 

Pero no exactamente. Familiares y amigos de unas cien mil personas víctimas de la pandemia no podrán celebrar el reencuentro. En los rostros de quienes vuelven de un ERTE quedarán las huellas la incertidumbre; en los de quienes han pasado a las listas del paro, habrá más un rictus que una sonrisa. Volveremos a identificar los rostros primero con extrañeza, como el noctámbulo al que le encienden las luces de la pista de baile; después con nitidez, como el miope que se pone las gafas y descubre el contorno del mundo.

La mascarilla nos ha asfixiado y nos ha salvado; nos ha señalado como miembros de una fraternidad que hacía frente a la pandemia y también nos ha ocultado, como pantalla de prisas y tristezas. Ha sido protección y ha sido recordatorio del enemigo que nos golpeaba. Ha sido reflejo de los errores y de los aciertos de este tiempo áspero. Llegó tarde a nuestra rutina, cuando la máxima autoridad sanitaria iba siempre un paso por detrás del virus. Desató enseguida iniciativas solidarias, nos hizo expertos en filtraciones y eficacia.

Recordaremos el primer día que nos pusimos la mascarilla. La extrañeza con que nos miramos al principio, con las calles convertidas en una inquietante fiesta de carnaval fuera de tiempo. La alarma con que nos miraron el día que la olvidamos, y nuestro susto. Más difícil será que fijemos exactamente el día en que oficialmente vamos a despojarnos de ella en exteriores. Porque seguiremos necesitándola, como protección y como recuerdo de cosas que nunca deberíamos olvidar. 

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