Si existe un conflicto que en los últimos cien años ha sido omnipresente en las relaciones internacionales y en la prensa mundial, este es el árabe-israelí.

Ha originado cinco guerras y múltiples escaramuzas bélicas, ha convertido en refugiado a un pueblo (el palestino), ha estado a punto de borrar a todo un país de la faz de la tierra (Líbano), ha provocado importantes movimientos de población, ha implicado a varios Estados, fue uno de los escenarios en los que se enfrentaron las potencias durante la Guerra Fría, ha sido la causa principal de la militarización de la región, desató la ofensiva terrorista internacional más prolongada, ha promovido más resoluciones de la ONU y ha generado más negociaciones y mediaciones diplomáticas que ningún otro asunto. Protagoniza desde principios del siglo XIX uno de los contenciosos más prolongados de los que la Historia contemporánea da razón. Ahora sufre su último estallido de sangre. Sin embargo, en contra del tópico tantas veces repetido, no es la violencia el estado natural de este pequeño territorio semidesértico situado en la orilla oriental del Mediterráneo.

Las poblaciones árabes e israelíes anhelan, como las del resto del planeta, vivir en paz y disfrutar de la vida. Son las clases dirigentes de uno y otro bando las que impulsan los hechos de fuerza para mantener el poder. "Aunque casi todos los israelíes están hartos de guerra y de la ocupación, los líderes políticos y militares de Israel continúan actuando movidos por la codicia de tierra, de recursos hídricos y de poder", asegura la profesora israelí Tanya Reinhart en su ensayo ‘Israel-Palestina: cómo acabar con el conflicto’ (2004).

Los ciudadanos palestinos e israelíes son los que sufren las muertes y el miedo. A cambio, Netanyahu y Hamás, a pesar de sus penosos balances de gobierno, saldrán reforzados de este nuevo episodio bélico. Ellos y la mayoría de sus predecesores son los que han hecho de la violencia el ‘statu quo’ de esta tierra.