Vanidades de humo

Opinión
'Vanidades de humo'
Pixabay

Desde épocas remotas, sentimos fascinación por los líderes arrogantes, seguros e inflexibles, con las certezas grabadas a fuego. 

Encumbramos dirigentes con coraza y convicción, mientras desconfiamos del pensamiento que matiza y duda. En momentos de incertidumbre, se imponen el aplomo inalterable y las palabras rotundas. Triunfan quienes dominan la escena pública y agitan el revuelo verbal –que hablen de mí, aunque sea bien–. Cuando la reflexión queda excluida del debate, el carisma se convierte en la perfecta cortina de humo: la clave está en darse muchos humos. En la antigua Roma, las familias acomodadas colocaban en el patio interior de sus casas bustos de los antepasados ilustres. Cada vez que se encendía el fuego del hogar, el humo invadía el atrio y, con el paso de los años, tiznaba las estatuas. Cuanta más negrura, más alcurnia y orgullo: los romanos de clase alta se jactaban de tener una larga historia humeante de cargos e influencia. 

La frase “tener muchas ínfulas” también es de raíz latina: ínfulas eran unas tiras parecidas a diademas que usaban los sacerdotes paganos y reyes como distintivo de dignidad. De nuevo, la expresión empareja poder y ostentación. Añorando viejas glorias, hoy prolifera la admiración por autoridades soberbias y engreídas. Es tiempo de soñar nuevas ideas: la vanidad debería ser un vicio y la política, servicio.

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