Por
  • Carlos Martínez de Aguirre

¿Gratis total?

Opinión
¿Gratis total?
POL

No es verdad que nadie dé nada por nada (ahí están tantos admirables voluntarios para desmentirlo), pero alguna alarma debería saltar en nuestro interior cuando se nos ofrecen ‘gratis total’ servicios cuyo establecimiento y mantenimiento es costoso: esto es lo que ocurre diariamente con tantas redes sociales, o aplicaciones para el móvil. 

Es razonable que en estos casos nos preguntemos cuál es el precio, qué es lo que estoy ‘pagando’ al descargar y usar, gratuitamente, una aplicación, o al registrarme en una red social, y usarla.

Probablemente, lo primero que nos viene a la cabeza es ‘publicidad’: les pago permitiendo que me manden publicidad, que es con lo que ganan dinero. Y algo de eso hay, pero no es lo más importante. No descubro nada nuevo cuando digo que en realidad estoy pagando con ‘datos’: datos sobre mí, cuyo valor probablemente no considero demasiado importante, pero que sí parecen importar, y mucho, a quienes me permiten descargar la aplicación o registrarme en la red social.

Al hablar de datos, habría que distinguir entre los datos que les doy consciente y voluntariamente (por ejemplo, cuando me registro e incluyo mi nombre, correo electrónico, edad, sexo, etc.), y los que la propia red social o aplicación van almacenando, como consecuencia de mi actividad: en algunos casos, soy yo mismo quien proporciona esos datos, al subir a la red social fotografías, vídeos, enlaces a páginas web, opiniones, y al interactuar en general con otros usuarios de la red. La recolección y el almacenamiento de muchos de estos datos están aparentemente amparados por mi consentimiento: el que he dado cuando, por ejemplo, he aceptado (sin leer en la mayor parte de los casos, y cuando leo sin acabar de entender) las condiciones de uso y privacidad de la red o de la aplicación, o el que expresa mi conducta cuando soy yo el que pone a disposición de la red esas fotografías, vídeos, opiniones…

Pero hay muchos otros datos que pongo a disposición de la red, o de la aplicación, sin darme cuenta: por ejemplo, cuántas veces la uso, dónde y cuándo la uso, para qué la uso… Todos esos datos van quedando almacenados, formando un conjunto que tiene un valor cada vez mayor, a medida que se une con más y más datos sobre mí que están también en el ciberespacio, como consecuencia de lo que podríamos llamar el ‘rastro digital’ que voy dejando cada vez que uso cualquier tipo de dispositivo conectado a internet. Un número casi incalculable de micro-datos de mi vida privada van siendo volcados, y quedando almacenados, en el espacio virtual, a disposición de operadores de dicho espacio cuya identidad no siempre está clara: qué compro (desde alimentos hasta ropa, pasando por libros, electrodomésticos, vehículos, billetes para aviones, trenes, autobuses, etc.,), dónde y cuándo; dónde estoy, cuánto tiempo paso en cada sitio, y cómo voy de un sitio a otro; a qué espectáculos asisto, cuántas veces, cuándo y con quién; con quién me encuentro o simplemente me cruzo, y cuándo… y así, un listado interminable.

Todos esos datos pueden ser, primero, extraídos, y después utilizados por quien disponga de los medios tecnológicos precisos, para conocer mis gustos y preferencias de todo tipo (gastronómicos, ideológicos, políticos, religiosos, deportivos, literarios, vacacionales...). Mi intimidad va quedando expuesta al conocimiento de quienes (empresas, Estados…) tienen esa capacidad extractora de datos, con una intensidad cuantitativa (el número de datos de que disponen) y cualitativa (los diversos ámbitos de mi vida privada a los que se refieren) sin parangón posible con lo que ocurría hasta ahora. Mi consentimiento, que he prestado de forma casi rutinaria, es en realidad un consentimiento vacío, que no cumple, muchas veces por mi desidia, la función protectora y legitimadora que debería tener.

El rastreo de datos personales a través del uso de redes sociales y aplicaciones
de internet puede suponer una amenaza para la vida privada y para la libertad

Los datos así obtenidos se emplean muy habitualmente con fines comerciales, pero pueden ir mucho más allá: pueden llegar a ser usados (de hecho ya lo han sido) para manipular la propia conducta del usuario, cuyas acciones son guiadas, sin que él mismo sea consciente, a través de los sesgos intencionales de la información que se le facilita, o a la que accede en el ciberespacio: el usuario va siendo ‘teledirigido’ en la dirección que interesa a quien manipula, empresa o Estado. No hace falta subrayar la gravedad de estas amenazas a la intimidad y a la libertad.

En realidad, el precio que estoy pagando es altísimo, aunque no me dé (o no me quiera dar) cuenta: mi privacidad y mi libertad. Por eso es precisa una decidida intervención por parte del legislador, preferentemente a nivel internacional, dirigida a garantizar la intimidad y libertad de los usuarios de internet, intervención que, todo hay que decirlo, ya ha comenzado, por ejemplo, a través de la legislación de protección de datos, pero que debe ser intensificada. Además, es imprescindible combinar esas medidas legales, con una intensa labor de pedagogía social semejante a la que se ha llevado a cabo, por ejemplo, con el tabaco o la protección del medio ambiente. Nos jugamos mucho.

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