Por
  • Luisa Miñana

Silencio y distancia

Imagen de archivo de Guadalupe Grande
Imagen de archivo de Guadalupe Grande
EFE

Solo coincidí una vez con la poeta Guadalupe Grande, que falleció en Madrid en enero pasado. 

Una sola vez. Y apenas hablamos, aunque conversamos. El 14 de diciembre de 2019 (aquellos tiempos…), la librería La Pantera Rossa nos había convocado, en una de las sesiones del Festival Antiaérea-5, en el Monasterio de las Canonesas del Santo Sepulcro, en Zaragoza, para leer nuestros textos al abrigo de sus muros y claustro milenarios, bajo la protección de un silencio madurado en la historia. Quizás, el silencio más corpóreo y limpio que yo he escuchado jamás, y con el que poetas y público dialogamos como preámbulo a los poemas. Sentí mi lectura como un entrelazo mágico con los textos alquímicos de Guadalupe Grande. Viví como un privilegio aquella experiencia, en la que de una manera sensiblemente real la palabra tejió un denso hilo directo con cada persona que nos acompañó. Un privilegio, que sigo reviviendo en estos días en que vuelvo a los versos de Guadalupe. Versos como: "Sea la distancia quien entierre a la distancia". Silencio y distancia. Aunque la entropía social en la que braceamos se afana en eliminarlos de la faz de la tierra, los reconocimos como propios en los comienzos de la pandemia y siguen siendo necesarios: para escucharnos a nosotros mismos –nervios y sangre, como le ocurrió a John Cage en la cámara anecoica–, para no olvidar a los otros –vivos y muertos, como en Pedro Páramo–, para que la vida descanse de nuestro mundanal ruido, para pensar, incluso para amar.

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