Traficantes de aplausos

Opinión
'Traficantes de aplausos'
Pixabay

En los hipnóticos escaparates de las redes sociales, la influencia se puede comprar. 

Existen empresas que ofrecen admiración de alquiler: seguidores, comentarios entusiastas, adhesiones apasionadas, elogios en serie –aunque no en serio–. La reputación tiene un precio y la alabanza amañada catapulta a quien lo paga. Después de todo, la palabra ‘fama’ proviene del verbo latino ‘fari’ –hablar–, pues famoso es quien está en boca de todos. Curiosamente, de la misma raíz deriva ‘fábula’: la celebridad tiene algo de cuento.

El primer comprador de ovaciones conocido fue Nerón. Cuenta Suetonio en sus crónicas que el emperador amaba la música y, aunque su voz era débil y ronca, insistía en dar recitales. Pagó sumas exorbitantes para que cinco mil jóvenes reclutados aplaudieran sus lamentables interpretaciones. Esta argucia serviría como inspiración a las ‘claques’ europeas. En el siglo XIX surgieron agencias que proveían a los teatros y autores de aduladores, un mecanismo que derivaría con el tiempo en las risas enlatadas de la televisión. El principio es el mismo: escenificar el éxito ayuda a triunfar. Tener público, aunque sea ficticio, genera publicidad. Ahí nacen las encuestas trucadas, la demoscopia fantasiosa y las campañas dopadas. Como intuyó Nerón, pionero de la mercadotecnia, es posible conseguir poder verdadero a través de la fama falsa.

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