Por
  • José Tudela Aranda

Acercamiento vergonzante

El ministro del Interior Fernando Grande-Marlaska junto al ministro de Fomente José Luis Ábalos, este miércoles en el Congreso
'Acercamiento vergonzante'
EFE/Ballesteros

Desde hace unos meses, las asociaciones relacionadas con víctimas del terrorismo reciben todos los viernes un mensaje proveniente del Ministerio del Interior en el que se les comunica el traslado a prisiones del País Vasco o de sus cercanías de un número de presos de la banda terrorista ETA que varía entre los cinco y los diez. 

La constancia denota la existencia de un acuerdo general de acercamiento del que no se tiene noticia. Cuando ya han transcurrido cerca de diez años desde que ETA dejó de asesinar, replantearse la política penitenciaria parece oportuno. La política de dispersión de presos, comprensible y exitosa en su momento, puede carecer de sentido cuando la banda terrorista ha desaparecido. Desde este punto de vista, no hay mucho que objetar a una política de acercamiento. La democracia y el Estado de derecho triunfaron frente a la barbarie y ahora sería el momento de demostrar que ese Estado de derecho es igual para todos, incluso para sus peores enemigos.

La forma de acercar a los presos de ETA al País Vasco es errónea

Sin embargo, esta política puede ser objeto de crítica. En primer lugar, es posible aludir al contexto. A la ausencia de una política de Estado que haya permitido establecer no ya la memoria sino un relato fidedigno de lo que sucedió en el País Vasco hasta hace muy poco tiempo. El hecho de que los herederos de la banda terrorista, lejos de haber realizado una declaración pública de arrepentimiento por lo sucedido, constatando su barbarie, sigan vanagloriándose de ello, no ayuda. Tampoco que lo realicen desde unas posiciones de poder que difícilmente transmiten a las víctimas la sensación de que todo el sufrimiento tuvo, al menos, la compensación de la victoria ideológica. Con todo, lo realmente grave es la opacidad de la que se ha rodeado toda la política de acercamiento. Lejos de ser consecuencia de un debate público, con la correspondiente deliberación en el Parlamento y mediando un acuerdo adoptado con la publicidad y motivación necesarias en democracia, se ha optado por una política de hechos consumados, como si el ocultamiento y la fragmentación pudieran restarle importancia. Escribo ocultamiento porque, aunque en ningún caso ese traslado es secreto, la decisión en la que obviamente se sustenta sí lo es, en tanto en cuanto los ciudadanos españoles la desconocemos.

Se puede pensar
que se debía acercarlos. Pero la forma de hacerlo era relevante

Hace escasos días tuvo lugar el acto de destrucción de las armas incautadas por las fuerzas de seguridad a las organizaciones terroristas. Un acto que debería haber sido una celebración de la democracia de su victoria más relevante se convirtió en un acto gris, triste, reflejo de desunión y de un bajo estado de ánimo colectivo. Ni uno solo de los presidentes del Gobierno que encabezaron la lucha contra el terrorismo estuvo presente. Al acabar el acto, algunos representantes de los colectivos de víctimas que asistieron se acercaron al presidente del Gobierno y le reprocharon la política descrita. Un reproche que venía a cerrar un acto que, sin quererlo, se convirtió en síntesis de un sentir extendido sobre el terrorismo. Al final, los terroristas ganaron mucho más de lo que pudieron llegar a imaginar. No solo sus herederos ostentan cuotas importantes de poder, sino que han conseguido hacerse con el territorio de las palabras y del relato.

Debería haber
sido una muestra más de la contundente vigencia del Estado de derecho 

Por ello, la forma de acercar a los presos al País Vasco es errónea. Se puede pensar que no solo se podía sino que, incluso, se debía acercarlos. Pero la forma de hacerlo era relevante. Debería haber sido fruto de un acuerdo consensuado que reflejase la penúltima victoria de la democracia frente a aquellos que intentaron destruirla desde el inicio de este ciclo histórico. Debería haber sido una muestra más de la contundente vigencia del Estado de derecho entre nosotros. Y así debería haber sido transmitido a los ciudadanos. Sin embargo, la forma elegida para hacerlo, lejos de haber supuesto una victoria más del sistema democrático, es una victoria de sus enemigos. Por la demostración de división que subyace. Por la ausencia de capacidad de explicación a una sociedad ya suficientemente madura para entender este proceso. Por la falta de respeto a las víctimas, que merecían, al menos, la existencia de un acuerdo coherente con las exigencias propias del sistema democrático.

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