El famoso pacto educativo

Opinión
'El famoso pacto educativo'
Heraldo
España padece una frustración cada vez que nace una ley de Educación con
pretensión de perdurar, pero sin apoyos parlamentarios bastantes

A la LOMLOE no se la llama ‘Ley Celaá’ para perpetuar sus obvios desaciertos (los de la ministra insuflados a la ley) o supuestas virtudes, sino que la práctica sigue modelos milenarios. Los romanos hacían eso mismo de modo oficial: el apellido de su promotor figuraba en el nombre de la norma.

Por ejemplo, una ley ideada por el cónsul Cicerón era identificada como ‘ley Tulia sobre corrupción electoral’ (no fue, por cierto, la primera ni la última ley romana sobre materia tan manida en todo tiempo), habida cuenta de que el apellido familiar del prócer era Tulio, Marco Tulio Cicerón.

Del mismo modo, las leyes aprobadas por impulso de César y de Augusto, los más distinguidos miembros del linaje de los Julio, se llamaron ‘ley Julia de tal cosa’ o ‘ley Julia de tal otra’.

De acuerdo con ello, la que podemos llamar Ley Celaá es, por el momento, la última de una serie, irritantemente larga, de leyes que intentan, con escasa fortuna, inyectar calidad en el sistema español de enseñanza.

Cualquiera puede hacerse un barullo con la legislación educativa española. Nuestro asombroso festival de leyes sobre la educación y su pretensión invariable de cambios modernizantes, empezaron durante el régimen de Franco. Fue en 1970, con la Ley Villar (LGE), una fuerte inflexión en la trayectoria de la enseñanza tradicional, pero cuyas virtudes fueron más teóricas que reales. Abrió la puerta al pedagogicismo (perdón por el vocablo); el cual, al poco tiempo, pasó de ser una tenue base teórica a convertirse en fenómeno rampante y peleón. Hoy se sigue confundiendo pedagogía con didáctica. Y no solo la gente de a pie: muchos mandamases educatorios creen que todo docente ha de ser pedagogo, cuando la Pedagogía es un saber formalizado y académico, como la Sociología o la Psicología.

Un profesor que sea buen docente y maneje como es debido la didáctica de su materia resultará pedagógico (2ª acepción en el Diccionario), pero no será pedagogo. Ni falta que le hará.

Diez años más tarde de este germen igualador, rebajista y teorético que fue la Ley Villar, nació la Ley Otero (LOECE, 1980), que regulaba la libertad de enseñanza y la creación de centros; la Ley Maravall (LODE, 1985) hizo de la enseñanza un servicio público; en 1990, la Ley Solana (LOGSE), reformó la Formación Profesional y declaró obligatorio estudiar hasta los dieciséis años. La siguieron la Ley Suárez Pertierra, de 1995 (LOPEG); la Ley Del Castillo en 2002 (LOCE, inaplicada); en 2006, la Ley Sansegundo-Cabrera (LOE); en 2013, la Ley Wert (LOMCE); y, en fin, en 2020 nació la Ley Celaá (LOMLOE).

Técnicamente, es una ley que retoca una ley que retocó otra ley, de donde la pintoresca sigla LOMLOE, que contiene dos veces las letras ‘LO’ porque se trata de una Ley Orgánica que introduce cambios en otra Ley Orgánica: la LOMLOE (2020) modifica la LOMCE (2013) que, a su vez, rectificó la LOE (2006). Es razonable, pues, dejar a un lado la sigla (otra más...) y llamarla Ley Celaá, para que deje memoria del papel de esta discutible ministra en una nueva norma tan ambiciosa como parcial y concesiva.

Como todas, tiene alguna virtud (nadie puede ser perfectamente negativo), pero dos características suyas muy salientes son que suprime el español como lengua vehicular en la enseñanza (en la Ley Wert figuraba, por haberse producido ciertos pronunciamientos del Tribunal Constitucional sobre el asunto); y que permite lograr titulaciones oficiales con asignaturas suspendidas.

El pacto educativo nacional

Para el anhelado pacto educativo nacional -dejando aparte el nivel universitario y su autonomía, que tiene leyes propias-, pueden proponerse las ocho bases que siguen, apenas discutibles.

1. Proclamar el derecho de todo ciudadano a la educación.

2. Reconocer la libertad de enseñanza y de creación de centros docentes, sujetos a los principios constitucionales.

3. Hacer que la enseñanza básica sea obligatoria y gratuita.

4. Dirigir la educación al desarrollo de la personalidad, en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.

5. Garantizar el derecho de los padres a que la formación moral de sus hijos sea acorde con sus convicciones.

6. El Estado protegerá el derecho a la educación, creará y dotará los centros necesarios y establecerá una programación general de la enseñanza, tras conocer los criterios de los sectores afectados.

7. En los centros que reciban financiación pública, los docentes, los padres y, según casos, los escolares podrán participar en su gestión del modo que la ley fije.

8. Las Administraciones ejercerán la función inspectora.

Lo curioso, aunque alguno se sorprenderá, es que cuanto antecede figura prescrito en el artículo 27 de la Constitución Española. Aquel sí fue un gran pacto.

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