‘Vanity press’

Foto de archivo de una librería
'Vanity press'
HA

Se me formó en la lectura con un método autoritario y a través de un canon literario oficial que casi todo el alumnado asumía rutinariamente. Que tanta gente de mi generación diga que está satisfecha con aquella educación es una muestra del espíritu crítico que esta nos inculcó. Por mi parte, atribuyo el buen recuerdo que conservo a la camaradería estudiantil, al aprecio que recibí del profesorado y, sobre todo, a algunas figuras docentes singulares que, en lugar de pasar el rodillo, nos educaron a contracorriente.

Ahora bien, lo que más lamento de aquel aprendizaje no es cómo nos hacía leer, sino cómo nos hacía escribir. En consonancia con las carencias políticas y sentimentales del país, resabios de una dictadura, el sistema imperante enseñaba a redactar según las normas, fundamentalmente, para repetir contenidos aprendidos. En cambio, apenas atendía a la expresión personal de emociones, reflexiones o fabulaciones. En todo caso, se aconsejaba que, para escribir bien, había que leer a los grandes autores, que es algo así como afirmar que se aprende a tocar la guitarra escuchando a Paco de Lucía. Esta máxima desalentaba a la grey adolescente. Escribir parecía cosa de élites, no una afición accesible a quien le pusiera ilusión y ganas.

Pese a ello, cada vez hay más diletantes de mi edad que se incorporan a la denominada ‘vanity press’, pagando de su bolsillo la edición de sus frutos literarios. A estos individuos no les mueve solo la vanidad. También responden a un impulso de supervivencia que tiene que ver con pensar, imaginar y comunicar. Lo de leer viene después.

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