Por
  • Andrés García Inda

Poner a la política en su lugar

Opinión
'Poner a la política en su lugar'
POL

Acabé el año 2020 con la lectura del libro del filósofo y politólogo norteamericano Robert B. Talisse titulado ‘Overdoing democracy’, que podríamos traducir por ‘exagerar’ o incluso ‘inflar’ la democracia. Su tesis es que la excesiva politización de la vida social en nuestras sociedades contemporáneas, en lugar de contribuir a mejorar la democracia, está consiguiendo el efecto contrario. Y que el remedio para ese problema no es, como dicen algunos, más y mejor democracia, sino menos o, como dice el autor, "poner a la política en su lugar".

Según Talisse, la democracia padece una especie de desorden autoinmune que le lleva a buscar su propia destrucción, por cuanto tiende a expandirse de forma desmedida y a desplazar y sofocar otros bienes sociales que son necesarios precisamente para el florecimiento de la propia democracia. Con otras palabras, dada la querencia "ilimitable" de la soberanía y los comportamientos parasitarios del poder, la democracia tiende a destruir las condiciones que la hacen posible. Es, como el mercado, lo que el filósofo del Derecho Ernesto Garzón Valdés llama "una institución suicida". De ahí la importancia de limitar y contener la ansiedad desmesurada de los políticos por colonizar con su discurso y su dinámica de confrontación todos los espacios de la vida.

Vivimos tiempos de hartazgo y saturación política. Nada queda ya al margen de la confrontación y el debate político. Ni los espacios y símbolos institucionales, ni los rincones sociales y familiares. Nada se considera lo suficientemente ‘sagrado’, por así decirlo, para apartarlo, separarlo o protegerlo de esa dinámica obsesiva de lucha por el poder. La ridícula propuesta del vicepresidente del Gobierno para convertir la cena de Navidad en un debate sobre las formas de gobierno, o la triste utilización de los programas de Año Nuevo para hacer expresión partidista y proselitismo político, podrían ser pequeños ejemplos –no los más importantes ni principales seguramente– de esa tendencia a organizar toda la experiencia social alrededor de categorías y lealtades políticas que nos clasifican y segregan no solo social y espacialmente, sino también ideológica y afectivamente. Al convertir todo en objeto de debate e identificación política, la saturación erosiona los lazos de co-pertenencia (sociales, afectivos, culturales, religiosos…) que están más allá de la política y contribuye así a la polarización, que nos radicaliza (en el peor sentido de la palabra) y desarticula nuestras capacidades para la amistad cívica, esto es, nuestra aptitud para reconocer a los demás como iguales, como con-ciudadanos, y no únicamente como adversarios o enemigos. El poder succiona y se apropia de la fuerza de los vínculos sociales y disuelve, por así decirlo, el espíritu comunitario que los alimentaba, contribuyendo a la destrucción de sus propias condiciones de posibilidad.

Hay que evitar la invasión política de la vida social buscando espacios y caminos
en los que cultivar nuestra capacidad para reconocernos más allá
de nuestras identidades y roles ideológicos

La democracia política parece haberse convertido así en la aspiradora con la que la Pantera Rosa, la protagonista de la serie de dibujos animados, trataba de deshacerse de una molesta mosca. Dando rienda suelta a la fuerza del aparato para succionar, este iba engullendo todo lo que encontraba a su paso –¡menos la mosca!– hasta que acababa por tragarse a su propia dueña y a sí misma. De alguna manera, la ‘democratitis’ dominante, repitiéndonos mecánicamente el mantra de que ‘todo es político’, está haciendo algo de eso: aspirar todo lo que encuentra a su alrededor, con el riesgo de no dejar tras de sí sino un rastro de vacío en el que la propia democracia no puede sobrevivir.

La solución, según Talisse, no es seguir inflando el globo de la democracia política hasta que este explote, sino al revés: limitarla, evitando la invasión política de la vida social y buscando espacios y caminos en los que cultivar eso que el mismo papa Francisco llama en la ‘Fratelli tutti’ la amistad social, es decir, nuestra capacidad para reconocernos de otro modo y más allá de nuestras identidades y roles ideológicos. Suena demasiado bonito, sí, y no es una tarea fácil, porque supone reconocer nuestra propia vulnerabilidad hacia las distorsiones de las que acusamos a los demás. Pero habrá que intentarlo, si queremos que la democracia siga siendo una alternativa pacífica para buscar el bien común en un mundo plural y conflictivo. Podría ser un buen propósito para el año que empieza: poner a la política y a los políticos –es decir, a nosotros mismos– en su sitio. ¿Seremos capaces?

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