Entre la libertad y el destino

Opinión
'Entre la libertad y el destino'
Leonarte

En línea recta, la distancia que separa a los que se cree que fueron los emplazamientos de la ciudad de Troya y de la isla de Ítaca, de las que habla Homero en sus dos famosas epopeyas, es de apenas 503 km. En tiempos de la Ilíada, hay quienes consideran que el viaje en barco entre un punto y otro podría haberse hecho en nueve días; quizá sea un cálculo demasiado optimista, pero, en cualquier caso, la horquilla en la que se movería la duración de la travesía sería de semanas, no de meses y aún menos de años. Sin embargo, Ulises necesitó diez largos años para regresar a su hogar; toda una odisea que la distancia geográfica no explica. Y es que el héroe griego no solo tenía ante él 503 km que superar, sino también a unos hados adversos que se lo iban a poner bastante más difícil que el mar.

Con el paso de las generaciones, el uso de la expresión ha ido decayendo en España, pero antes era bastante frecuente que las personas apostillaran ‘si Dios quiere’ inmediatamente después de manifestar cualquier deseo o plan. Al margen de su impronta religiosa, la frase implica un reconocimiento de que todo propósito está sujeto a fuerzas o condicionantes externos que no siempre somos capaces de controlar o de prever. Lo cierto es que incluso ahora seguimos aludiendo a esta idea, aunque de manera inconsciente, cada vez que utilizamos la interjección ‘ojalá’, que proviene del árabe ‘law šá lláh’ y que significa ‘si Dios quisiera’. El lenguaje refleja así, soterradamente, el eterno conflicto que mantiene el ser humano entre su voluntad y el ‘destino’, tan presente en la Odisea, al igual que en otros tantos mitos clásicos, y que hoy adopta nuevas formas más allá de lo divino, como todo aquello sobre lo que no podemos decidir, pero que, en cambio, decide sobre nosotros de forma significativa.

La pandemia debería habernos enseñado lo poco que las personas y las naciones controlamos nuestro propio destino

En ese sentido, si tomar las riendas de nuestro destino supone decidir más y con mayor libertad, que Boris Johnson afirmara el pasado 24 de diciembre que el Reino Unido había recuperado el control del mismo, suena como una broma cruel, considerando que días antes Francia había cerrado el paso del Canal de la Mancha, dejando varados a miles de camioneros en tierra de nadie; que Estados de todo el mundo habían cortado sus conexiones aéreas con la isla; y que los casos diagnosticados de covid-19 crecían exponencialmente entre la población británica mientras hablaba, en tal grado que dos semanas después se ha decretado el confinamiento total del país. Naturalmente, en aquel momento Johnson no pensaba en el coronavirus sino en el acuerdo comercial que acababa de cerrar con la UE y que va a vehicular sus relaciones tras el ‘brexit’; no obstante, por muy halagüeñas que imagine las perspectivas que ofrece el nuevo ‘statu quo’ para el Reino Unido, él antes que nadie debería haberse dado cuenta, después de pasar por la UCI y tener que poner su vida en manos ajenas por culpa de la covid-19, de lo poco conectada que estaba su entusiasta proclama con la realidad.

Resultan especialmente vanas las proclamas
de ‘libertad’ realizadas por Boris Johnson tras el acuerdo del ‘brexit’

Lejos de ser dueños de su destino, los británicos, como la mayor parte del planeta, están viendo impotentes como el ‘destino’, con el virus como trasunto, se adueña de sus vidas hasta en las pequeñas elecciones. Comer en un restaurante, visitar a un amigo o un familiar, ir al cine, dar un paseo por la calle o abrazar a otra persona son acciones que se hallan ahora mediatizadas por la evolución de la pandemia, sin que el ‘brexit’ haya alterado en nada esta situación. En contra de lo expresado por su primer ministro, tras el 24 de diciembre, la libertad y la espontaneidad de los ciudadanos del Reino Unido sigue estando tan constreñida como la del resto de los europeos. Así que si hubiera que buscar una fecha relevante de verdad en el camino del pueblo británico para sobreponerse a la ‘tiranía de los hados’, esa sería la del 8 de diciembre y no el 24, es decir, el día en el que comenzó oficialmente la campaña de vacunación contra el SARS-CoV-2; lo cual no deja de resultar irónico. Que unas vacunas nacidas de un esfuerzo de cooperación mundial sin precedentes, representen la esperanza más tangible de recobrar la libertad perdida a causa del virus, choca frontalmente con las premisas de autosuficiencia sobre las que han sustentado el ‘brexit’ sus promotores, al observarse ya, incluso antes de inaugurar su nueva etapa fuera de la UE, que el Reino Unido va a seguir dependiendo de la ayuda de otros para controlar su destino. El caso británico debería enseñarnos lo mal que resisten las narrativas nacionalistas el contacto con la realidad, y, sobre todo, que aunque el destino nunca será nuestro por completo, juntos estamos más cerca de poder llegar a gobernarlo. Ojalá las vacunas lo demuestren de manera práctica y que gracias a ellas este 2021 empecemos todos a vislumbrar de nuevo las costas de Ítaca y con ellas la añorada normalidad.

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