Por
  • Julio José Ordovás

Acariciar la ciudad

Terrazas en el paseo de la Independencia este jueves por la mañana.
'Acariciar la ciudad'
José Miguel Marco

Pocos conocen los tejidos orgánicos de Zaragoza tan profundamente como Juan Domínguez Lasierra. Él escribió que la ciudad "necesita de la rabiosa luz de mediodía para hacer brillar su mejor piel, que es dura, reseca y polvorienta como el ladrillo que forja su antigua arquitectura". Para mí, sin embargo, es la luz de las primeras horas de la tarde, pasadas las nieblas de diciembre, cuando el día empieza a alargar, la que hace que la piel de Zaragoza brille con una suavidad y una sensualidad insólitas en ella.

Merece la pena renunciar a la siesta y a la calefacción y echarse a la calle con el único propósito de acariciar la ciudad, aunque ella, de eso podemos estar seguros, no vaya a devolvernos las caricias.

Las dependientas de las tiendas del centro corren a sus trabajos dejando un perfume de resignación. Las calles están vacías de niños y el sol arranca una sinfonía de destellos a la ciudad invernal.

Me cruzo en los porches de Independencia con el arquitecto José Laborda Yneva. Recuerdo haber leído en alguno de sus libros que la piel de Zaragoza cumple con maestría su condición de defensa. De ahí sus arrugas y sus asperezas, sus colores constantes, su encuentro continuo con la tierra y el paisaje y su aparente desdén por el cuidado.

Nos parecemos a las ciudades en las que vivimos más de lo creemos y más de lo que nos gustaría parecernos. Yo me reconozco en las arrugas y asperezas de Zaragoza de tal modo que no solo creo que mi piel es casi tan dura como la suya sino que a veces tengo la sensación de que respiro por sus heridas. Zaragoza, como dice Laborda Yneva, se contenta con poco. Por eso este es un lugar tan bueno para vivir como cualquier otro, siempre, claro está, que uno no tenga grandes aspiraciones.

La ciudad se estira con felina indolencia y yo me subo las solapas del abrigo y me dejo llevar por mis pies. El arte de caminar por las calles de Zaragoza es una manera de patinar sobre el vacío, tropezando inevitablemente con los muros, como dicen que tropiezan los poetas. 

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