Por
  • Luisa Miñana

Pandemia y discapacidad

Recursos del centro Arasaac en el colegio Alborada de Zaragoza
Recursos del centro Arasaac en el colegio Alborada de Zaragoza
Guillermo Mestre

Cuando nos alcanzó la pandemia, allá por febrero (a veces parece que ha pasado un siglo y a veces que el tiempo no transcurre en absoluto), todo se detuvo. Nos concentramos en una prioridad: parar la expansión del contagio, cuidar de los directamente afectados por la enfermedad. Conforme se han sucedido los meses vamos conociendo muchos más aspectos de esta crisis transversal y global, y siendo conscientes de sus causas profundas y de muchas de sus consecuencias presentes y futuras. Como los recursos son limitados, y en una situación de crisis la paradójica perversidad del sistema económico se hace todavía más notoria, esas consecuencias se multiplican, y diversifican sus efectos cuanto más nos alejamos del territorio de la ‘normalidad’ estándar.

Uno de esos territorios, infrecuentemente considerado en los informes generales sobre la pandemia, noticias de los medios de comunicación o incluso estadísticas específicas, es el de la discapacidad. Algo que no se entiende muy bien, ya que, según la Organización Mundial de la Salud, el 15% de la población mundial vive con algún tipo de diversidad funcional; en España la última encuesta realizada data de 2008, y en ese momento la cifra se situaba en un 9% del total de la población.

Uno de esos territorios, infrecuentemente considerado, es el de la discapacidad.

La pandemia va a perjudicar gravemente el empleo entre las personas con discapacidad, ya de por sí muy lejos de los niveles de inserción que serían adecuados. Según datos del INE (2018) sólo el 34,5% de la población con diversidad funcional, y en edad de trabajar, lo hace. En este contexto hay que considerar la caída histórica de contrataciones de personas con discapacidad acontecida en abril pasado, cuando se registró el número más bajo de estos contratos desde hace catorce años, y un desplome del 74% respecto al año anterior. No es difícil suponer que estos empleos no serán de los primeros en recuperarse, sino todo lo contrario.

Sólo el 34,5% de la población con diversidad funcional, y en edad de trabajar, lo hace. 

Pero hay aspectos más sutiles en los que raramente la mayoría de la sociedad recapacitamos. Por ejemplo, la falta de circulación, en los medios y soportes habituales, de una información accesible ha agravado la incertidumbre, que todos sentimos, entre el colectivo diversamente funcional. Las personas sordas, invidentes, las que necesitan el apoyo de la comunicación aumentativa para la comprensión de la realidad, no han tenido mucho espacio en los mensajes dirigidos de forma general a la población, aunque las entidades enfocadas a la diversidad funcional los hayan elaborado en su ámbito, como Arasaac, que editó prontamente toda una batería de pictogramas dedicados a la pandemia -uso de mascarilla, desinfección, etc-.

Cuando nos alcanzó la pandemia, nos encerramos y dejamos de tocarnos y de estar cerca unos de otros, para no convertirnos en enemigos involuntarios de los demás. Muchas personas con discapacidad sufren respecto a esto una doble paradoja. Por un lado, muchas necesitan de ayuda externa, de otras manos cuidadoras o de apoyo, para su vida cotidiana, lo cual implica la imposibilidad de mantener la consabida distancia de seguridad interpersonal, o, por citar solamente otro ejemplo, en el caso de las personas sordas, el uso de mascarillas impide la lectura de labios. En consecuencia, el entorno familiar o residencial debe también extremar la autoprotección. Ello conlleva un triple esfuerzo: físico, emocional y también, claro, económico, algo que no debería ser olvidado a la hora de diagnosticar los quebrantos de la pandemia y las necesidades de apoyo social e institucional. Por otro lado, el aislamiento protector está teniendo consecuencias muy concretas para las personas con discapacidad, ya que han dejado de recibir sus habituales terapias (logopedia, fisioterapia, estimulación sensorial, etc.), necesarias para el mantenimiento de su salud y para no interrumpir su evolución intelectual.

Ello conlleva un triple esfuerzo: físico, emocional y también, claro, económico. 

Todo ello, quizás lo podríamos -malamente- resumir en la constatación de que, mientras prosigue la pandemia, vuelven a reinstalarse las carencias en el proceso de sociabilización de las personas con diversidad funcional, y que tanto trabajo viene costando por parte de cuantos creemos, sin ninguna duda, que si no procuramos una verdadera inclusión tampoco esta vez saldremos mejores del envite.

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