Las lecciones de Beirut

Opinión
'Las lecciones de Beirut'
Krisis'20

Es de imaginar que el Gobierno del Líbano tendría bastantes planes para su país antes de que Beirut se viera sacudida por la gran explosión que ha dejado devastada la ciudad, causando cientos de muertos, además de miles de heridos, y privando de su hogar a más de 300.000 personas. Planes económicos, planes educativos, planes militares… planes de todo tipo menos uno para retirar las 2.750 toneladas de nitrato de amonio que provocaron esta oleada destructora y que permanecían almacenadas en el puerto de la capital desde hacía siete años, sin las debidas medidas de seguridad. Un asunto tan poco político en principio como este ha provocado la dimisión del Gobierno tras apenas seis meses al frente, así como trastocado las estrategias que pudieran tener los diferentes partidos del país, ya de por sí afectado por una fuerte crisis económica, agravada por el impacto de la covid-19. Visto en retrospectiva, da la impresión de que esas 2.750 toneladas de nitrato de amonio sí que representaban un problema político, de hecho, a tenor de lo sucedido, podría decirse que era el más acuciante de todos, o como mínimo uno de los de más urgente solución. A escala mundial, aunque no todas las naciones hayan reaccionado igual, ha ocurrido algo parecido con la pandemia.

De la tragedia de Beirut deberíamos extraer al menos tres lecciones. En primer lugar, que las normas técnicas tienen su razón de ser y constituyen algo más que molesta burocracia, por lo que ha de vigilarse con celo su cumplimiento. La segunda está ligada a la conclusión a la que llegó el escritor y guionista británico Alan Moore tras estudiar al movimiento conspiracionista, tan en boga estos días. Desde su punto de vista, los conspiracionistas se refugian en sus descabelladas teorías para no afrontar la realidad caótica del universo. Lo que más les genera terror no es que haya una persona que dirija el mundo, sino justo lo contrario. Prefieren pensar que hay alguien pilotando, aunque sea un demonio o un reptil, antes que imaginarse la cabina de mando vacía y reconocer que algunas cosas suceden sin motivo. Incluso si hubiera un grupo terrorista detrás de la explosión, los siete años en los que la peligrosa sustancia se mantuvo en el puerto no responderían a un plan organizado, de la misma forma que la expansión de la pandemia se explica mejor por la naturaleza del virus y los errores humanos antes que por cualquier otra razón. Por eso, si bien nunca podremos tener todo bajo control en un mundo donde basta una simple chispa para que prenda un incendio, hemos de estar más preparados ante esta clase de acontecimientos y eso empieza por introducirlos con mayor intensidad dentro de la deliberación pública. Esa es la tercera enseñanza del caso libanés; parafraseando al dramaturgo romano Publio Terencio, nada humano debería resultar ajeno a la política. Corea del Sur ha respondido mejor al virus gracias a su experiencia en 2015 con el MERS; las críticas que recibió entonces la gestión del Gobierno, llevaron a revisar los protocolos existentes, derivando en su politización, en el buen sentido.

Desde la altura de los bordillos de las aceras a la frecuencia con la que cambian los semáforos, todo lo que puede incidir sobre la ‘polis’ forma parte de la política. Lo modesto no está reñido con lo eficaz; basta con lograr algo tan básico como procurar que la gente se tropiece menos por la calle, para comenzar a mejorar la sociedad. Dos baldosas rotas, si no se arreglan, con el paso de los años pueden acabar generando al Estado un gasto en concepto de prestaciones médicas y de la seguridad social muy superior al que supondría repararlas, complicando entretanto la vida de los que sufren un accidente por su culpa. Cuando el Talmud dice que quien salva una vida está salvando a la humanidad, en cierta manera está expresando el reverso de la conocida máxima del despotismo ilustrado, todo para el pueblo, pero sin el pueblo. No existe una humanidad a la que salvar aparte de las personas que la integran, por lo que no cabe ayudar a la ciudadanía sin ayudar a ciudadanos concretos, con nombres y apellidos. Este hecho queda patente en la lucha contra la covid-19, en la que los rastreadores buscan cortar la cadena de trasmisión contagio a contagio, y en la que las medidas se han de fijar ciudad por ciudad, sector por sector, colegio por colegio… En esta batalla, no hay lugar para la abstracción ni la dilación, cada día es un examen, y quizás justo por eso, además de por su inmensa e innegable dificultad, países como el nuestro no terminan de acertar con cómo enfocarla, tras años en los que la política se ha alejado de lo concreto, perdida en lo evanescente. Esta vez, hay que observar los árboles para ver el bosque.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión